Tuesday, May 23, 2023

Tu crimen ejemplar

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro… Suspiré. Iba a morir sin haber hecho nunca nada trascendente. Miré con lástima mis piernas morenas, un hematoma reciente y otros viejos, ya casi imperceptibles, mis pies desnudos sobre el sofá, esas uñas tan bien cuidadas, recién pintadas de coral pastel.

Esa mañana cuando me dieron el diagnóstico no lloré, no abrí la boca ni para darle las gracias al doctor o para despedirme; toda mi atención se concentró en un solo pensamiento: lo fácil que sería matar a Juan ahora que ya no importaba que me descubrieran. 

Pasaría mis últimos días en un hospital penitenciario. Sufriendo, sí, pero con la satisfacción de haberle arrancado la vida a su asqueroso cuerpo antes de que la enfermedad me convirtiera a mí también en un cadáver.



Mi esposo ya no podría hacerle daño a nadie más.



Lo mejor que hice con mi corta vida fue enterrarle a Juan en el pecho ese cuchillo. Ahora sí ya puedo morir tranquila, estoy satisfecha. Nos vemos en el infierno, mi amor.

*   *   *

A veces las cosas no terminan saliendo como uno las había planeado. Mi Cesarito no quería hacerle daño a nadie, de eso estoy segura. Lo conozco muy bien a mi hijo. Yo siempre le he dicho a él, como a mí me lo decía mi madre, que no se deben de hacer cosas buenas que parezcan malas. Eso es lo que le pasa siempre en la escuela, por eso siempre me lo regañan y me lo mandan a la dirección. Me llaman por teléfono y me dicen que juega muy brusco con los otros niños. Es que así es su manera de divertirse, les digo.

Él estaba solamente jugando con sus amiguitos. Así juegan a veces, a asustarse, a encerrarse en la alacena y no dejar que los otros salgan. Se ríen mucho todos, y los otros niños a veces hasta lloran de la risa, golpean la puerta de la alacena con fuerza, gritan a veces de miedo, de emoción, así son sus juegos. Son niños. 

El hijo de mi amiga Marta el otro día se hizo popó en sus calzones de la emoción. Los otros niños ni siquiera se dieron cuenta; llegó al jardín conmigo llorando el pobrecito, todo rojo de la vergüenza. Lo llevé arriba para que se bañara y le presté la ropa de Cesarito. Yo siempre les echo un ojo desde la salita de arriba, ahí donde tenemos la tele y el sofá cama. Me pongo a ver las novelas en lo que plancho o doblo la ropa, sé que los niños están bien cuando escucho su alboroto cerca de la alacena; se la pasan gritando todo el tiempo, tienen mucha energía esos chamacos.

Lo del fuego se lo aprendió a su primo Marco ahora que estuvimos de vacaciones en la casa de mi hermana. Los vi quemando unas barbies y unos carritos de plástico, pero no me preocupé porque mi cuñado es bombero y siempre los anda vigilando. El otro día hasta les enseñó cómo extinguir diferentes tipos de fuego. Él es muy bueno en su trabajo, mi cuñado.



Por supuesto que mi César no lo hizo a propósito. ¿Qué va a andar sabiendo un niño de su edad sobre los pulmones y el oxígeno y esos temas? Ellos lo que hacen es inventarse historias en sus cabecitas, y juegan, y no miden las consecuencias de sus actos. Si hay que culpar a alguien sería a sus maestros de la escuela, que nunca les explicaron a los niños lo rápido que puede uno intoxicarse inhalando humo, o asfixiarse o como se diga.

Lo malo fue que ese día eran tres los amiguitos que había invitado para jugar después de la escuela. Yo no supe qué hacer ni qué decir cuando llegaron sus padres, unos gritando, otros llorando, todos rojos de la impotencia. Al menos los niños no sufrieron mucho; se asfixiaron y no alcanzaron a quemarse. El que sí sufre mucho es mi hijito, el pobre. Yo le digo que no fue su culpa, que si hubiera sido así, entonces él estaría aquí encerrado en esta celda, y no yo.



 *   *   *

Dominica exagera, ni siquiera se puede hablar de violación en un caso como este, cuando la víctima se llama Babú y tiene cuatro patas. Cuando el presunto agresor es un niño todavía. Ella quiere que se le reparen los daños psicológicos, como si a un bolonka ruso fuera a importarle mucho quién se lo cogió. Es cierto que mi hijo ya casi es mayor de edad, pero sigue siendo un niño, está creciendo. Corre por su cuerpo un coctel de hormonas que a veces no le permite pensar con claridad. Nosotros a Dominica no le vamos a pagar ni un quinto. Que se compre otro perro si ese ya no le gusta.

 *   *   *

—Lo mataron al primo de Graciela, a balazos.

—De seguro andaba en malos pasos el muchacho.

—Sí, seguro… pero a ver tú, cuéntame, ¿cómo te está yendo en tu nuevo trabajo? 

 *   *   *

Si no los puedo tener yo que no los tenga nadie, le dijo Carla a su exmarido antes de lanzar el teléfono por la ventanilla. Echó un vistazo al espejo retrovisor; la pequeña Nina y el bebé seguían dormidos. Localizó el que pensó sería el punto más débil de la barrera de metal del divisadero. Tragó saliva. Acercó su pie derecho al pedal acelerador de su Citroen blanco de transmisión automática. Tomó el volante con las dos manos y fijó su mirada en el horizonte. Un águila calva planeaba sobre la barranca, los rayos del sol se clavaban con furia en la tierra seca del fondo del cañón, dejándola más dura que el acero, que el aluminio, que el vidrio, y que los huesos y los músculos de sus dos hijos, que seguían dormidos en sus sillitas infantiles, sobre los asientos traseros del carro de su madre.

 *   *   *

Por supuesto que no es legal lo que le hicieron a mi hermana esa mañana. Pero seamos realistas, ¿a quién le va a importar ese detalle?

¿A dónde quieren que vayamos a quejarnos?, si fueron ellos mismos los que dejaron que pasara.

A ver, ¿quién tiene la culpa aquí?, ¿mi padre, que no pagó los daños del choque a tiempo?, ¿mi hermana, por distraerse una milésima de segundo y darle un golpecito a la puerta del otro carro?, ¿o los abogados de la señora ésa, por mandar arrestar a una niña de dieciséis años en su propia casa, a agarrarla como un vil criminal y meterla esposada en la patrulla, todavía con la pijama puesta?

—Si quieren que la niña salga tienen que pagar lo que le deben a la señora Gutiérrez —le dijeron los agentes a mi madre, incrédula ante las luces policiacas brillando frente de su casa.

¿Y mi hermana?, a nadie le importó que la pobre llorara todo el camino rumbo al penal, ni que la encerraran junto con mujeres adultas, no niñas ni adolescentes como ella; señoras asesinas de bebés y drogadictas. Hasta ellas se dieron cuenta de la crueldad de la situación.

—Eso es ilegal, niña. Te tienen que sacar de inmediato o se van a meter en problemas.

Mi madre movió cielo y tierra en unas horas, y mi abuelo terminó pagando la deuda. Los agentes la dejaron libre una vez que su cliente confirmó el recibo de los treinta mil pesos.

—Qué bueno que se arreglaron las cosas tan rápido —dijo uno de ellos con una sonrisa cínica mientras sostenía la puerta abierta de la celda.



El otro día la vi pasar en su Ford Fiesta dos mil quince con la portezuela derecha todavía abollada, salió del garaje de una casa grande con jacarandas, cerca de donde yo trabajo. 

Ya sé dónde vive, señora Gutiérrez. Ándese con cuidado.

Tuesday, May 09, 2023

Encender fuego en la tierra

«Uno más uno son dos —pensó Francisco al acomodarse en uno de los dos asientos vacíos—. Todo lo bueno es siempre dos. Excepto Dios. Él es uno. Y también tres». Se quitó la chamarra y la dejó en el lugar junto al suyo. La chica del asiento de enfrente se levantó para buscar algo en el portaequipajes. Al subir los brazos se le descubrió un pedazo del abdomen; la piel blanca y suave se asomó por debajo de su blusa dejando ver un ombligo delicado. Francisco echó un vistazo rápido a la piel expuesta y en seguida pretendió estar ocupado con su teléfono celular. Ella lo interrumpió para pedírselo prestado pues el suyo se había quedado sin batería y tenía que hacer una llamada.

—Muchas gracias, ¡me salvaste la vida! —dijo la chica al devolverle su teléfono.

—Está bien. Cuando quieras.

El pesado autobús de pasajeros se movía despacio por las callejuelas del centro de Monterrey, cerca de la central camionera, de donde acababa de salir con rumbo a Torreón. Francisco miraba por la ventana, observaba la decadencia de esa parte de la ciudad, sus tugurios y sus bares de mala muerte. Era una noche fría, de esas en las que sería un pecado no tener con quien acurrucarse.

—Hace mucho calor aquí adentro, ¿verdad? —dijo la chica asomando su cabeza por encima de su asiento.

Francisco asintió y no supo qué decir. Se limitó a sonreír.

—Me llamo Lisa, soy de Torreón pero estudio aquí en el Tec de Monterrey. ¿Tú eres estudiante también?

—Se podría decir que sí —dijo él con timidez—. Estudio Teología.

—¿Dijiste Teología o tecnología?

—Teología —repitió él.

—Nunca había conocido a alguien que… ¿Eres un seminarista o algo así?

—Sí, exacto. Estoy en el seminario diocesano de Torreón.

Lisa le lanzó una mirada suave y cálida, sus ojos adquirieron un brillo especial y una expresión dulce.

—¿Me puedo sentar junto a ti? —dijo ella.

Francisco asintió. Lisa se levantó de su sitio y se quitó el suéter, quedándose en una blusa negra con dos tirantes delgados. Se sentó a su lado y volteó a verlo sonriendo.

—¿De que te ries? —dijo Francisco.

—Nada. Es que… No sé cómo me imaginaba que serían los seminaristas.

—¿A qué te refieres?

—Digamos que me los imaginaba más… —Hizo una pausa para acomodarse una tira de cabello detrás de la oreja—. No sé. Gordos... Y feos.

—Gracias, Elisa —dijo Francisco y sintió sus mejillas llenarse de rubor.

—Lisa —dijo ella.

—¿Perdón? —preguntó él.

—Soy Lisa, no Elisa.

—Ah sí. Disculpame, Clarisa.

—¡Oye! —dijo ella con voz infantil y le dio un golpe en el hombro—. ¡Qué chistosito me saliste!

 Francisco se sobó el brazo fingiendo que le había dolido el golpe de Lisa. Después de eso nadie dijo nada por unos momentos. Él buscaba desesperado una manera interesante de continuar la conversación mientras que Lisa lo miraba con curiosidad. Ella parecía divertirse inspeccionando sus pertenencias. Tomó el libro que tenía Francisco entre sus piernas y leyó el título en voz alta: Encender fuego en la tierra. Anunciar el evangelio en un mundo secularizado.

—Está bueno. Es para mi clase de Filosofía y Pastoral —dijo él.

—Eres un chico de pocas palabras, ¿verdad? —dijo Lisa mientras volvía a colocar el libro con cuidado entre los muslos de Francisco.

—No que yo sepa. Bueno, sí, creo serlo… A veces.

Ella soltó una risa y él también rió.

—Yo estudio Informática —dijo Lisa—. Ya sé lo que vas a decir: que no tengo cara de ser una chica inteligente. Me faltan los anteojos y el peinado de ñoña.

—No, para nada. Creo que te va muy bien lo de Informática.

—¿Gracias? —dijo ella con un tono burlón.

Volvieron a reír los dos.

—Desde niña me han gustado las Matemáticas, y cualquier cosa que se pueda comprender por medio de la lógica. Es algo que se me ha dado siempre.

—¿Quieres una galleta?  —dijo él—. Tengo Emperador de chocolate y Oreo.

—¿Cuáles te gustan más a ti?

—No lo sé, estoy entre las dos. Soy muy malo para decidirme.

El autobús se detuvo de pronto y las luces se prendieron. El conductor abrió la puerta y un soldado entró con un rifle de asalto entre las manos. Era un retén militar de rutina, muy común en las carreteras del norte del país. El uniformado pasó por los asientos pidiendo ver los rostros de cada uno de los pasajeros.

—¿Están viajando juntos ustedes dos? —preguntó el soldado.

—Sí —dijo Lisa—. Somos novios. —Le tomó la mano a Francisco y los dos le dedicaron una sonrisa nerviosa al soldado.

—Muy bien, gracias jóvenes.

El uniformado terminó su inspección y bajó del autobús. Los militares revisaron los equipajes con sus perros y sus lámparas de mano. Francisco y Lisa vieron la escena en silencio por la ventana, comiendo galletas Oreo y Emperador de chocolate. Después de poco más de diez minutos el autobús continuó su camino.

—¿Por qué hiciste eso? —dijo él.

—¿Hacer qué?

—Mentirle a un soldado. Decir que somos novios.

—Para protegerme —dijo Lisa con un tono de voz más serio—. No confío en nadie que traiga armas de fuego. Y menos en un hombre. ¿Te molestó?

—No acostumbro mentir a las autoridades, eso es todo.

—O quizás te incomodó la idea de nosotros dos, ya sabes, como novios.

—No, para nada, de hecho estoy rezando por otros tres retenes más.

Los dos rieron de nuevo, Francisco le dio un trago a su botella de agua Ciel.

—Ya hasta fuimos novios por unos minutos y todavía ni siquiera sé cómo te llamas.

—Soy Francisco, ¡mucho gusto! —Le dio la mano de manera formal.

—Dime, Francisco. ¿Siempre supiste que querías estudiar Teología?

—No, no siempre —dijo él mirándola a los ojos—. A decir verdad, las Matemáticas y su belleza también me tientan a veces.

Lisa le sostuvo la mirada en silencio. Él continuó:

—A veces no entiendo por qué no puede uno dedicarse a la Teología y al mismo tiempo gozar de la dulzura de las ciencias exactas.

—¿Así que te siguen tentando las Matemáticas? —dijo ella con un tono de voz bajo y suave.

—Sí —respondió él, su mirada clavada en la boca entreabierta de Lisa—, ¡mucho!

Las luces estaban apagadas y la mayoría de los pasajeros se había vuelto a dormir. El silencio del autobús los hacía susurrar.

—A mí me atrae mucho la Filosofía, ¿sabes? Me gusta su profundidad. Su fuego.

Acercó su mano lentamente a la entrepierna de Francisco.

—El fuego quema, Lisa. No se debe jugar con él.

Tomó su mano con cuidado y entrelazó sus dedos con los de ella, Lisa recostó su cabeza sobre su hombro. Se quedaron así los dos acurrucados el resto del camino, viendo por la ventana el desierto y sus incontables mares de arena, iluminados por el brillo de una circunferencia flotante, con un área luminosa aproximada de pi por radio al cuadrado.

FIN

Tuesday, May 02, 2023

La vecina se fue

Le guardaron sus cosas en cajas de cartón y dejaron algunos de sus libros sobre las escaleras, en el área común del edificio, para ver si alguien los quería. Después de unos días de gente entrando y saliendo de su departamento, ayer, la vecina del piso de abajo al fin se había marchado. Mi esposa Elisa y yo habíamos esperado ese día desde hacía casi diez años, cuando nos mudamos a nuestro departamento en la calle Morelos y la vimos por primera vez, asomada desde su ventana con un cigarrillo en la boca. Pero ayer, cuando salí por la mañana rumbo al trabajo y vi el camión de la mudanza arrancar, cargado con sus cartones y sus muebles viejos y olorosos, algo se movió dentro de mí. No sé si fue alivio o remordimiento de conciencia lo que sentí. O las dos cosas mezcladas con un estupor incrédulo. Se me atoraron en el pecho unas fuertes ganas de volver el tiempo atrás y hacer las cosas de manera diferente. Pero intuí que ya era muy tarde.

Manejé en silencio durante todo el camino rumbo a mi oficina. No se me ocurrió encender la radio como lo hacía siempre. Ni siquiera me di cuenta de lo lento que avanzaba esa mañana el tráfico. Estaba sumido en un trance: acelerando, frenando y sintiendo culpa por nunca habernos acercado a ella a pesar de su evidente soledad. Es cierto que no ayudaban sus quejas constantes cada que escuchábamos música después del trabajo, ni los ladridos que soltaba cuando se nos caía algo al piso por accidente. Un piso delgado de duela de madera, viejo y chirriante como ella. Tampoco es que se hubiera esforzado mucho ella por regalarnos una sonrisa, aunque fuera fingida, cuando nos cruzábamos ocasionalmente en las escaleras del edificio, aquellos primeros años en los que todavía salía de tiempo en tiempo a la calle a caminar.

Al mediodía dejé mi lonche en el refrigerador de la oficina y salí a dar unas vueltas al parque para despejarme. Un grupo de niños jugaba en los jardines bajo la sombra de una hilera de álamos. Recordé con vergüenza nuestra actitud infantil ante sus desgracias. Nuestras risas pueriles y nuestros murmullos aquella noche cuando nos despertaron unas voces y sonidos de radios portátiles en la madrugada. Nos fuimos de puntitas a la cocina para asomarnos por la ventana y descubrimos sin sorpresa una ambulancia esperando en medio de la calle.

—Se la están llevando —dije.

—Ya era hora —contestó Elisa con un tono de satisfacción.

Al regresar a la cama hicimos el amor con energía, haciendo tantos ruidos como nos dio la gana, sin contenernos por miedo a sus gritos o a sus escobazos en el techo. Luego dormimos profundamente hasta las diez de la mañana.

Muchas veces intenté ponerme en sus zapatos y tratar de ver el mundo con sus ojos cansados y rencorosos. Tenía ganas de invitarla a tomar un té con nosotros y platicar con ella. Conocerla. Estaba seguro de que ese acercamiento nos haría bien a todos. Pero Elisa me lo prohibió. ¡Cómo la odiaba Elisa!

Nuestros amigos también la detestaban. Nos quejábamos de ella como quien habla sobre el clima o cuenta sus planes para las próximas vacaciones. Lo decíamos todo en voz alta y clara, para que se escuchara bien a través de nuestro piso de madera.

Cuando regresé del trabajo por la tarde, los libros sobre las escaleras me recordaron que la vecina se había ido. Me cambié de ropa y me tumbé en el sofá a escuchar un disco de Pink Floyd con los ojos cerrados. 

Algunas noches, al despertarme para ir al baño la escuchaba toser con claridad, como si su dormitorio fuera una habitación más de nuestro departamento. Con el tiempo me fui acostumbrando a ese rasguño vocal suyo, seco y constante. Rítmico.

Elisa llegó del consultorio y comenzó a hacer la cena. Un olor a cebolla caramelizada se coló en la sala, en donde yo seguía echado sobre el sofá escuchando Pink Floyd. Pensaba en cómo unos días atrás habíamos notado un tufo putrefacto proveniente de nuestra alacena, ese cuarto que por una falla de diseño conecta el aire de nuestro departamento con el de la vecina. En otras ocasiones ya se nos había metido por ahí un fuerte olor a especias orientales, de cuando una amiga suya la visitaba y le hacía de cenar. Esa vez Elisa abrió la puerta de la alacena tapándose la nariz con la otra mano.

—Ya se murió la bruja, ¡se está pudriendo! —dijo ella al percibir ese tufo penetrante.

—Es probable —contesté—, tiene casi noventa años.

—¿Y si le hablamos a la policía?

—No. Déjala. Mañana viene la señora que le ayuda.

Recuerdo que esa noche brindamos con champaña. Abrimos una de las botellas que habían quedado de nuestra boda unos años atrás. Esa madrugada desperté y caminé hacia el baño sin prender ninguna luz. El olor a podrido seguía ahí en nuestro pasillo, frente a la alacena. Esbocé una ligera sonrisa en la oscuridad. Pero antes de volver a quedarme dormido alcancé a escuchar una tos seca, y al cabo de un rato otra tos, y luego otra… Al día siguiente Elisa y yo limpiamos a fondo la alacena y descubrimos con tristeza un ratón muerto detrás de una pila de latas de conservas. Daba lástima el pobrecito animal ese, se había quedado ahí atorado detrás de las repisas, abandonado a su suerte el inocente.

Después de cenar una sopa de champiñones y unos bocadillos de queso de cabra con cebolla caramelizada, Elisa comenzó a enjabonar los trastos y a enjuagarlos. Mi trabajo consistía en secarlos y acomodarlos en los gabinetes.

—¿Se fue al asilo de ancianos? —preguntó ella.

—Yo qué sé. No la vi. No le pregunté.

Cambiamos de posiciones porque tocaba lavar las sartenes y Elisa odiaba hacerlo. El reloj de la pared de la cocina marcaba el paso del tiempo con un clic rítmico e incesante.

—Qué escándalo hace este reloj, ¿no crees? —dije sin levantar la vista del fregadero.

—¿Y si se fue por nuestra culpa? —dijo Elisa.

—Se fue por vieja —respondí mientras terminaba de enjuagar la última olla—, ya le tocaba.

FIN