Tuesday, May 09, 2023

Encender fuego en la tierra

«Uno más uno son dos —pensó Francisco al acomodarse en uno de los dos asientos vacíos—. Todo lo bueno es siempre dos. Excepto Dios. Él es uno. Y también tres». Se quitó la chamarra y la dejó en el lugar junto al suyo. La chica del asiento de enfrente se levantó para buscar algo en el portaequipajes. Al subir los brazos se le descubrió un pedazo del abdomen; la piel blanca y suave se asomó por debajo de su blusa dejando ver un ombligo delicado. Francisco echó un vistazo rápido a la piel expuesta y en seguida pretendió estar ocupado con su teléfono celular. Ella lo interrumpió para pedírselo prestado pues el suyo se había quedado sin batería y tenía que hacer una llamada.

—Muchas gracias, ¡me salvaste la vida! —dijo la chica al devolverle su teléfono.

—Está bien. Cuando quieras.

El pesado autobús de pasajeros se movía despacio por las callejuelas del centro de Monterrey, cerca de la central camionera, de donde acababa de salir con rumbo a Torreón. Francisco miraba por la ventana, observaba la decadencia de esa parte de la ciudad, sus tugurios y sus bares de mala muerte. Era una noche fría, de esas en las que sería un pecado no tener con quien acurrucarse.

—Hace mucho calor aquí adentro, ¿verdad? —dijo la chica asomando su cabeza por encima de su asiento.

Francisco asintió y no supo qué decir. Se limitó a sonreír.

—Me llamo Lisa, soy de Torreón pero estudio aquí en el Tec de Monterrey. ¿Tú eres estudiante también?

—Se podría decir que sí —dijo él con timidez—. Estudio Teología.

—¿Dijiste Teología o tecnología?

—Teología —repitió él.

—Nunca había conocido a alguien que… ¿Eres un seminarista o algo así?

—Sí, exacto. Estoy en el seminario diocesano de Torreón.

Lisa le lanzó una mirada suave y cálida, sus ojos adquirieron un brillo especial y una expresión dulce.

—¿Me puedo sentar junto a ti? —dijo ella.

Francisco asintió. Lisa se levantó de su sitio y se quitó el suéter, quedándose en una blusa negra con dos tirantes delgados. Se sentó a su lado y volteó a verlo sonriendo.

—¿De que te ries? —dijo Francisco.

—Nada. Es que… No sé cómo me imaginaba que serían los seminaristas.

—¿A qué te refieres?

—Digamos que me los imaginaba más… —Hizo una pausa para acomodarse una tira de cabello detrás de la oreja—. No sé. Gordos... Y feos.

—Gracias, Elisa —dijo Francisco y sintió sus mejillas llenarse de rubor.

—Lisa —dijo ella.

—¿Perdón? —preguntó él.

—Soy Lisa, no Elisa.

—Ah sí. Disculpame, Clarisa.

—¡Oye! —dijo ella con voz infantil y le dio un golpe en el hombro—. ¡Qué chistosito me saliste!

 Francisco se sobó el brazo fingiendo que le había dolido el golpe de Lisa. Después de eso nadie dijo nada por unos momentos. Él buscaba desesperado una manera interesante de continuar la conversación mientras que Lisa lo miraba con curiosidad. Ella parecía divertirse inspeccionando sus pertenencias. Tomó el libro que tenía Francisco entre sus piernas y leyó el título en voz alta: Encender fuego en la tierra. Anunciar el evangelio en un mundo secularizado.

—Está bueno. Es para mi clase de Filosofía y Pastoral —dijo él.

—Eres un chico de pocas palabras, ¿verdad? —dijo Lisa mientras volvía a colocar el libro con cuidado entre los muslos de Francisco.

—No que yo sepa. Bueno, sí, creo serlo… A veces.

Ella soltó una risa y él también rió.

—Yo estudio Informática —dijo Lisa—. Ya sé lo que vas a decir: que no tengo cara de ser una chica inteligente. Me faltan los anteojos y el peinado de ñoña.

—No, para nada. Creo que te va muy bien lo de Informática.

—¿Gracias? —dijo ella con un tono burlón.

Volvieron a reír los dos.

—Desde niña me han gustado las Matemáticas, y cualquier cosa que se pueda comprender por medio de la lógica. Es algo que se me ha dado siempre.

—¿Quieres una galleta?  —dijo él—. Tengo Emperador de chocolate y Oreo.

—¿Cuáles te gustan más a ti?

—No lo sé, estoy entre las dos. Soy muy malo para decidirme.

El autobús se detuvo de pronto y las luces se prendieron. El conductor abrió la puerta y un soldado entró con un rifle de asalto entre las manos. Era un retén militar de rutina, muy común en las carreteras del norte del país. El uniformado pasó por los asientos pidiendo ver los rostros de cada uno de los pasajeros.

—¿Están viajando juntos ustedes dos? —preguntó el soldado.

—Sí —dijo Lisa—. Somos novios. —Le tomó la mano a Francisco y los dos le dedicaron una sonrisa nerviosa al soldado.

—Muy bien, gracias jóvenes.

El uniformado terminó su inspección y bajó del autobús. Los militares revisaron los equipajes con sus perros y sus lámparas de mano. Francisco y Lisa vieron la escena en silencio por la ventana, comiendo galletas Oreo y Emperador de chocolate. Después de poco más de diez minutos el autobús continuó su camino.

—¿Por qué hiciste eso? —dijo él.

—¿Hacer qué?

—Mentirle a un soldado. Decir que somos novios.

—Para protegerme —dijo Lisa con un tono de voz más serio—. No confío en nadie que traiga armas de fuego. Y menos en un hombre. ¿Te molestó?

—No acostumbro mentir a las autoridades, eso es todo.

—O quizás te incomodó la idea de nosotros dos, ya sabes, como novios.

—No, para nada, de hecho estoy rezando por otros tres retenes más.

Los dos rieron de nuevo, Francisco le dio un trago a su botella de agua Ciel.

—Ya hasta fuimos novios por unos minutos y todavía ni siquiera sé cómo te llamas.

—Soy Francisco, ¡mucho gusto! —Le dio la mano de manera formal.

—Dime, Francisco. ¿Siempre supiste que querías estudiar Teología?

—No, no siempre —dijo él mirándola a los ojos—. A decir verdad, las Matemáticas y su belleza también me tientan a veces.

Lisa le sostuvo la mirada en silencio. Él continuó:

—A veces no entiendo por qué no puede uno dedicarse a la Teología y al mismo tiempo gozar de la dulzura de las ciencias exactas.

—¿Así que te siguen tentando las Matemáticas? —dijo ella con un tono de voz bajo y suave.

—Sí —respondió él, su mirada clavada en la boca entreabierta de Lisa—, ¡mucho!

Las luces estaban apagadas y la mayoría de los pasajeros se había vuelto a dormir. El silencio del autobús los hacía susurrar.

—A mí me atrae mucho la Filosofía, ¿sabes? Me gusta su profundidad. Su fuego.

Acercó su mano lentamente a la entrepierna de Francisco.

—El fuego quema, Lisa. No se debe jugar con él.

Tomó su mano con cuidado y entrelazó sus dedos con los de ella, Lisa recostó su cabeza sobre su hombro. Se quedaron así los dos acurrucados el resto del camino, viendo por la ventana el desierto y sus incontables mares de arena, iluminados por el brillo de una circunferencia flotante, con un área luminosa aproximada de pi por radio al cuadrado.

FIN

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