Saturday, November 04, 2023

Fuego cruzado

Ahí estaba yo de nuevo en mi habitación de hotel de tres estrellas, pasando otra tarde solo frente al televisor después de un largo día de trabajo. Ya hacía muchos años que habían dejado de emocionarme los viajes de negocios, los lugares nuevos y los cuartos de hotel limpios y ordenados con sus cosméticos de bienvenida. Ahora yo sufría esos viajes con resignación, como una incomodidad más de las muchas que había que soportar para mantener a mi familia y pagar la hipoteca de la casa. 

Escuché algo parecido a un grito y apagué la tele. Unos quejidos provenientes de la habitación contigua traspasaron la pared e hicieron eco en el silencio de mi cuarto. Pude distinguir unas ráfagas discretas de placer femenino, gemidos cortos que retumbaban en mi cuerpo y lo tensaban. La chica de al lado no estaba sola, podía escuchar la respiración ronca de su pareja detrás del temblor de su voz. Me acerqué a la pared para escuchar mejor. Los vecinos hicieron una pausa y mi pulso se aceleró, ¿era posible que hubieran percibido el contacto de mi oreja contra su pared? Me tumbé sobre la cama y ellos volvieron a lo suyo, supuse que la interrupción habría sido tan solo una parada técnica para cambiar de posición. Busqué en el baño la botellita de crema humectante del hotel, tomé tres pañuelos desechables y regresé a la cama. Volví por otros tres pañuelos y miré mi rostro inquieto en el espejo del lavabo. Suspiré.


No pude evitar pensar en lo insípida que era mi vida sexual últimamente, ni en lo aburrida que había sido desde el principio. Ninguna de mis escasas novias había rechinado de placer como lo hacían siempre esas mujeres que me tocaban de vecinas en los hoteles. Sin embargo, yo nunca tuve el valor para exigirles nada, ni para dejarlas. Me quedaba siempre ahí junto a ellas forcejeando con mi frustración hasta que, por alguna razón sin importancia, ellas mismas decidían dejarme libre. Yadira, la primera de todas, la frígida, es a la que le debo mis más arraigadas inseguridades. No entendí nunca por qué esa obsesión suya de mantener en todo momento mis manos alejadas de su cuerpo. Éramos jóvenes y nos queríamos, ¿qué esperaba ella que hiciera yo con todo ese alboroto de mis hormonas? Ahora comprendo que debí haberme alejado de ella y de sus labios apretados de inmediato, como si fueran una plaga a punto de devorarme. Pero todo eso sucedió durante mis años de estudiante universitario. El fiasco de mi vida sexual adulta tenía su raíz en una etapa más temprana de mi vida: los inicios de mi adolescencia, cuando yo rondaba la edad que tenía mi hijo ahora.


Jorge dejaría ya muy pronto de soñar con monstruos de videojuegos y aventuras intergalácticas. Una noche que yo intuía cada vez más cercana, mi hijo se vería plantado frente a la puerta entreabierta de un baño en una casa cualquiera, uno de esos lugares genéricos que construye nuestra mente para armar las escenas de nuestros sueños. Abriría poco a poco la puerta con curiosidad, descubriría ahí adentro, detrás del vapor del agua hirviendo de la ducha, los senos firmes y apetecibles de su prima Vero, que habría comenzado ya a mudar su piel infantil en la de una mujer. Era mi deber como padre, como hombre, prevenir a mi hijo de ese primer despertar y sus posibles heridas. De no hacerlo a tiempo, anidarían en su conciencia, como placas duras de sarro, la culpa y la vergüenza: parásitos que tienden a enquistarse en las almas de los seres más puros e inocentes. Tenía que decirle a mi hijo que sería imposible alcanzar esos pechos en aquel plano onírico. Por más que lo intentara, sus manos nunca serían tan rápidas, su mente lo devolvería a la vigilia sudorosa en medio de la noche. Despertaría con una inquietud nueva clavada en el vientre, una tensión en los brazos y en las piernas y entre los muslos. Algo similar a lo que yo sentía ahora en ese cuarto de hotel escuchando esos gemidos a través de la pared. 

El crescendo de las voces de mis vecinos me regresó a mi habitación en el hotel, en donde yo humectaba desesperado una erección que, solitaria, se erguía orgullosa y no necesitaba de nadie más, era una con todas aquellas otras que, desde ese primer descubrimiento del deseo carnal frente a los pechos imaginados de mi prima, de sus labios y su piernas blancas y suaves, habían despertado y habían vivido intensamente conmigo ese pedazo corto de tiempo que les tocó existir.


Para mi sorpresa, los tres acabamos al mismo tiempo. Satisfecho, me di un baño y me senté frente al ordenador a preparar la junta de la mañana siguiente. Solo quedaba una reunión más antes de poder regresar a casa, me urgía ver a mi hijo. Tenía que hablar con él antes de que fuera muy tarde. Tenía que advertirle.

FIN

 

Friday, November 03, 2023

Habilitar un relato

Otra semana pasó y todavía no has escrito nada. Se te está haciendo costumbre comenzar tarde con los relatos. Llega el segundo viernes y se te nota preocupado. Andas todo gruñón, huyes de tu hija cuando se te acerca gateando para que juegues con ella, te sientas en el sofá disque a escribir en tu teléfono y terminas perdiéndote en los videos cortos del Facebook. A estas alturas ya deberías de tener tan siquiera la puntita de un hilo al que irle jalando para comenzar a tejer tu historia. Pero no se te ocurre nada.

La cosa es, en teoría, sencilla; es solo cuestión de levantarse por la mañana lo más temprano posible, salir del cuarto sin hacer ruido para no despertar a los demás, lavarse la cara, cambiarse la pijama, hacerse un café (con la puerta de la cocina cerrada para no despertar a nadie; la máquina de espresso nueva que compraste, precisamente para acelerar tu ritual matutino, resultó ruidosísima), llenar una jarra de agua y buscar un vaso limpio mientras tu escandaloso robot te prepara el café (si te sientes generoso puedes limpiar el desastre que dejaron tu esposa y tu hija la noche anterior en la cocina, pero sin extenderte demasiado limpiando porque se podría enfriar el café), llevar el agua y el café a la mesa de la sala, si la mesa está todavía embarrada de salsa de tomate con pedazos de brócoli y macarrones habrá que regresar con cuidado a la cocina y tomar un trapo húmedo (no te puedes arriesgar a que se manche el ordenador del trabajo, que es el que usas para escribir por las mañanas), limpiar la mesa, sacudir el mantel, llevar los platos sucios a la cocina (ahora no parece tan buena la decisión de ayer de irte a la cama sin darle una última pasada a la casa), sacar la computadora de la mochila, sentarse y, al fin, ponerse a escribir. Sencillo. 

Abre un documento nuevo y llámalo. ¿Acaso escuchaste a la niña toser?, qué importa, de todos modos ya son la ocho y tienes que arreglarte para comenzar a trabajar. Quizás por la tarde tengas más suerte y logres escribir algo, aunque sea solo el título.

Friday, June 30, 2023

Escribir un cuento en vacaciones

Primero tómate una copa de vino rosado bien frío mientras disfrutas la vista del puerto, deja que tu suegra se encargue de la bebé, y tú dedícate a lo tuyo. Relájate. Que para eso volaste dos mil cuatrocientos kilómetros en un vuelo tempranísimo, durante el cual dormiste profundamente, con la boca abierta como un cadáver, despertándote una y otra vez con tus propios ronquidos. Después de un tiempo, al fin aterrizaste en una pequeña isla griega del mar Egeo septentrional. ¡Bienvenido a Eskíathos!

No es necesario que dejes de hacer lo que harías en unas vacaciones normales, si no estuvieras dedicado a la noble tarea de escribir un relato corto. Tú haz lo tuyo. Ya verás que el cuento se escribirá solito, sólo sigue estas instrucciones y observa todo a tu alrededor con atención. Por lo pronto ve al baño si lo necesitas y aprovecha para mirarte unos segundos en el espejo: ahí tienes ya a tu protagonista. ¿Ves qué fácil es?



No te dejes provocar por la mirada reprobatoria de tu esposa al verte sacar de la maleta los ocho pesados libros de cuentos que empacaste, hacen menos bulto que esos cinco pares de zapatos que carga ella a todos lados y nunca usa. Fue una buena idea traer tus libros, los vas a alcanzar a leer todos a pesar de tus obligaciones de padre, proveer y proteger —y cambiar pañales—. No hay mejor manera de escribir un cuento que leyendo muchos otros cuentos de autores diversos: desde Samanta Schweblin, pasando por Sergio Ramírez y Javier Marías —ese que pensaste que no te iba a gustar por sus frases kilométricas—, hasta llegar a Aléxandros Papadiamantis, originario de la isla.

Recuerda tomar algunas fotos de vez en cuando para documentar estas primeras vacaciones de tu hijita. De ahí podrás sacar más tarde algunos detalles que te servirán para ambientar tu historia. Esas fotos serán muy importantes. Terminarán expuestas en álbumes gruesos, en los estantes inferiores del librero de tu sala. Serán la materia prima de las memorias tempranas de tu hija, quien una tarde de domingo con lluvia, al estar hojeando los álbumes para espantar el aburrimiento, sorprendida por tu figura más o menos esbelta en esas fotos viejas, te dirá —nunca sabrás si a manera de insulto o de elogio—: «¡Qué joven estabas, papá!, y mamá también, ¡qué guapa se veía con ese vestido verde!».



Tómate una primera foto ahí, sentado en la taberna griega, junto a tu suegra feliz que carga a su nieta. Tú y tu esposa satisfechos, con cara de recién llegados, sus copas llenas de vino rosado bien frío. El vidrio de las copas transpirando, igual que tu nuca y tu espalda. Al fondo, un pedazo del barco pesquero de tu suegro, atracado en el lugar de siempre.

Observa cómo el escenario de tu cuento se va dibujando con elementos concretos tomados de tus fotografías. Por ejemplo, ese mar turquesa del fondo que se extiende hasta convertirse en un cielo abierto. Y ahí, cerca de la orilla derecha de la foto, las piedras lisas del risco que llaman Plakes, y el verde vivo de sus árboles torcidos.

Asegúrate de tener un buen corte de cabello antes de seguir tomando más fotos, no querrás pasar a la posteridad en las memorias familiares con esas greñas de pordiosero que a veces te dejas crecer.

Si es necesario —por tus greñas de pordiosero—, busca esa misma tarde una peluquería que prometa hacer un trabajo decente. Ahí tienes ya, sin haberlo pensado mucho, un objetivo para tu protagonista. Un motor para impulsar el relato hacia adelante: la búsqueda de un corte de cabello digno para tu personaje principal. Un padre de familia neófito, un señor, de treinta y cinco años —¡ya casi treinta y seis, Dios mío!—.



No vayas a la peluquería Varsakis, con el viejito ese que tiene un logotipo que parece que no lo ha cambiado desde los años ochentas. Tampoco te metas al spa de la calle principal, la Papadiamantis Street. Ahí en donde por diez euros te meten los pies en un tanque de vidrio, para que una desgraciada familia de pececitos te quite los callos a mordidas. No, señor. Por respeto a los peces y un rechazo rotundo hacia cualquier tipo de trabajo forzado, pásate de largo y métete al callejón en donde están las galerías de arte marítimo que tanto le gustan a tu esposa. Ahí, al fondo, encontrarás la barbería Wizard, con un logotipo moderno, precios aceptables,  y hasta aire acondicionado.

Si tu esposa lleva prisa, que se vaya ella primero a la casa de sus padres. El corte de pelo de caballero tarda de veinte a treinta minutos, quédate tú en la barbería Wizard y alcanza a tu familia más tarde para comer. Pero por nada del mundo se te ocurra tratar de explicar en griego —tu griego de diez años de Duolingo— cómo vas a querer tu corte. Digamos que tu nivel no alcanza todavía para una situación tan delicada. Por suerte la chica del Wizard habla inglés.

Explícale que lo quieres cortito, pero no tanto que se te vea la piel del cráneo y parezcas un cadete militar. ¿Un fade?, te preguntará en inglés con su amable acento griego. Dile que sí, pero que no se vea la piel del cráneo. Relájate. Que para eso estás aquí. Y disfruta del masaje que te dan las vibraciones de la maquinita al pasar una y otra vez por tu nuca. Intenta que no se te note el placer en la cara, no vaya a pensar la peluquera que eres uno de esos pervertidos a los que les excita que una jovencita les toque la cabeza —¿acaso acabas de usar la palabra jovencita?—.



Si te aburres puedes sacar un libro de tu mochila y ponerte a leer algún cuento. Si la peluquera te interrumpe para preguntarte algo, ponle mucha atención. Es importante que lo hagas. Que si la cero o la uno, te preguntará quizás mientras tú estás sumergido en las aguas profundas de tu libro, en medio de un pasaje divertidísimo de un cuento de Juan Villoro. Molesto por su interrupción, le dirás que sí, que la zero is ok.

No te detendrás a pensar en la importancia del significado de esos números. Volverás a lo tuyo corriendo como un chiquillo descalzo, pisando sólo con los talones, y te echarás de nuevo un clavado en tu lectura.

Disfruta el momento. Es tu momento. Toma una nota mental de lo bien que te sientes: el aire acondicionado, el masaje en la nuca, tu libro, la música de fondo…

Levanta tu mirada y echa un vistazo al espejo para ver cómo estás quedando.

¡Guarda la calma!

Que no se te note la ansiedad.

Si la peluquera te pregunta que por qué esa cara de espanto, dile que todo está bien. Sonríe.

¿De qué te serviría ya quejarte?, solo la angustiarías en balde. Déjala, llegado a este punto ya no hay nada más qué hacer. El pelo crecerá. Respira.

Déjala qué termine su «trabajo», y mientras tanto ve pensando en dónde conseguir un buen sombrero de paja. Hay que cubrir ese horrible corte de cabello de Daddy Yankee que te hizo la peluquera griega. Evita a toda costa el contacto visual con las jovencitas al caminar por la calle, ahora de seguro pensarán que eres uno más de ellos: libre, con la piel suave y la agenda holgada, sin pesados y estorbosos carritos de bebé, ni pañaleras, ni siestas obligadas a media mañana y después del medio día.

Ahora tu personaje deberá tomar una decisión: comprar ese sombrero de paja y volver a la casa de sus suegros o…

Ni lo pienses.

Mejor escribe la palabra «fin» con mayúsculas, centrada y en un párrafo aparte. Ahí tienes ya tu cuento.



AMÉN

Tuesday, May 23, 2023

Tu crimen ejemplar

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro… Suspiré. Iba a morir sin haber hecho nunca nada trascendente. Miré con lástima mis piernas morenas, un hematoma reciente y otros viejos, ya casi imperceptibles, mis pies desnudos sobre el sofá, esas uñas tan bien cuidadas, recién pintadas de coral pastel.

Esa mañana cuando me dieron el diagnóstico no lloré, no abrí la boca ni para darle las gracias al doctor o para despedirme; toda mi atención se concentró en un solo pensamiento: lo fácil que sería matar a Juan ahora que ya no importaba que me descubrieran. 

Pasaría mis últimos días en un hospital penitenciario. Sufriendo, sí, pero con la satisfacción de haberle arrancado la vida a su asqueroso cuerpo antes de que la enfermedad me convirtiera a mí también en un cadáver.



Mi esposo ya no podría hacerle daño a nadie más.



Lo mejor que hice con mi corta vida fue enterrarle a Juan en el pecho ese cuchillo. Ahora sí ya puedo morir tranquila, estoy satisfecha. Nos vemos en el infierno, mi amor.

*   *   *

A veces las cosas no terminan saliendo como uno las había planeado. Mi Cesarito no quería hacerle daño a nadie, de eso estoy segura. Lo conozco muy bien a mi hijo. Yo siempre le he dicho a él, como a mí me lo decía mi madre, que no se deben de hacer cosas buenas que parezcan malas. Eso es lo que le pasa siempre en la escuela, por eso siempre me lo regañan y me lo mandan a la dirección. Me llaman por teléfono y me dicen que juega muy brusco con los otros niños. Es que así es su manera de divertirse, les digo.

Él estaba solamente jugando con sus amiguitos. Así juegan a veces, a asustarse, a encerrarse en la alacena y no dejar que los otros salgan. Se ríen mucho todos, y los otros niños a veces hasta lloran de la risa, golpean la puerta de la alacena con fuerza, gritan a veces de miedo, de emoción, así son sus juegos. Son niños. 

El hijo de mi amiga Marta el otro día se hizo popó en sus calzones de la emoción. Los otros niños ni siquiera se dieron cuenta; llegó al jardín conmigo llorando el pobrecito, todo rojo de la vergüenza. Lo llevé arriba para que se bañara y le presté la ropa de Cesarito. Yo siempre les echo un ojo desde la salita de arriba, ahí donde tenemos la tele y el sofá cama. Me pongo a ver las novelas en lo que plancho o doblo la ropa, sé que los niños están bien cuando escucho su alboroto cerca de la alacena; se la pasan gritando todo el tiempo, tienen mucha energía esos chamacos.

Lo del fuego se lo aprendió a su primo Marco ahora que estuvimos de vacaciones en la casa de mi hermana. Los vi quemando unas barbies y unos carritos de plástico, pero no me preocupé porque mi cuñado es bombero y siempre los anda vigilando. El otro día hasta les enseñó cómo extinguir diferentes tipos de fuego. Él es muy bueno en su trabajo, mi cuñado.



Por supuesto que mi César no lo hizo a propósito. ¿Qué va a andar sabiendo un niño de su edad sobre los pulmones y el oxígeno y esos temas? Ellos lo que hacen es inventarse historias en sus cabecitas, y juegan, y no miden las consecuencias de sus actos. Si hay que culpar a alguien sería a sus maestros de la escuela, que nunca les explicaron a los niños lo rápido que puede uno intoxicarse inhalando humo, o asfixiarse o como se diga.

Lo malo fue que ese día eran tres los amiguitos que había invitado para jugar después de la escuela. Yo no supe qué hacer ni qué decir cuando llegaron sus padres, unos gritando, otros llorando, todos rojos de la impotencia. Al menos los niños no sufrieron mucho; se asfixiaron y no alcanzaron a quemarse. El que sí sufre mucho es mi hijito, el pobre. Yo le digo que no fue su culpa, que si hubiera sido así, entonces él estaría aquí encerrado en esta celda, y no yo.



 *   *   *

Dominica exagera, ni siquiera se puede hablar de violación en un caso como este, cuando la víctima se llama Babú y tiene cuatro patas. Cuando el presunto agresor es un niño todavía. Ella quiere que se le reparen los daños psicológicos, como si a un bolonka ruso fuera a importarle mucho quién se lo cogió. Es cierto que mi hijo ya casi es mayor de edad, pero sigue siendo un niño, está creciendo. Corre por su cuerpo un coctel de hormonas que a veces no le permite pensar con claridad. Nosotros a Dominica no le vamos a pagar ni un quinto. Que se compre otro perro si ese ya no le gusta.

 *   *   *

—Lo mataron al primo de Graciela, a balazos.

—De seguro andaba en malos pasos el muchacho.

—Sí, seguro… pero a ver tú, cuéntame, ¿cómo te está yendo en tu nuevo trabajo? 

 *   *   *

Si no los puedo tener yo que no los tenga nadie, le dijo Carla a su exmarido antes de lanzar el teléfono por la ventanilla. Echó un vistazo al espejo retrovisor; la pequeña Nina y el bebé seguían dormidos. Localizó el que pensó sería el punto más débil de la barrera de metal del divisadero. Tragó saliva. Acercó su pie derecho al pedal acelerador de su Citroen blanco de transmisión automática. Tomó el volante con las dos manos y fijó su mirada en el horizonte. Un águila calva planeaba sobre la barranca, los rayos del sol se clavaban con furia en la tierra seca del fondo del cañón, dejándola más dura que el acero, que el aluminio, que el vidrio, y que los huesos y los músculos de sus dos hijos, que seguían dormidos en sus sillitas infantiles, sobre los asientos traseros del carro de su madre.

 *   *   *

Por supuesto que no es legal lo que le hicieron a mi hermana esa mañana. Pero seamos realistas, ¿a quién le va a importar ese detalle?

¿A dónde quieren que vayamos a quejarnos?, si fueron ellos mismos los que dejaron que pasara.

A ver, ¿quién tiene la culpa aquí?, ¿mi padre, que no pagó los daños del choque a tiempo?, ¿mi hermana, por distraerse una milésima de segundo y darle un golpecito a la puerta del otro carro?, ¿o los abogados de la señora ésa, por mandar arrestar a una niña de dieciséis años en su propia casa, a agarrarla como un vil criminal y meterla esposada en la patrulla, todavía con la pijama puesta?

—Si quieren que la niña salga tienen que pagar lo que le deben a la señora Gutiérrez —le dijeron los agentes a mi madre, incrédula ante las luces policiacas brillando frente de su casa.

¿Y mi hermana?, a nadie le importó que la pobre llorara todo el camino rumbo al penal, ni que la encerraran junto con mujeres adultas, no niñas ni adolescentes como ella; señoras asesinas de bebés y drogadictas. Hasta ellas se dieron cuenta de la crueldad de la situación.

—Eso es ilegal, niña. Te tienen que sacar de inmediato o se van a meter en problemas.

Mi madre movió cielo y tierra en unas horas, y mi abuelo terminó pagando la deuda. Los agentes la dejaron libre una vez que su cliente confirmó el recibo de los treinta mil pesos.

—Qué bueno que se arreglaron las cosas tan rápido —dijo uno de ellos con una sonrisa cínica mientras sostenía la puerta abierta de la celda.



El otro día la vi pasar en su Ford Fiesta dos mil quince con la portezuela derecha todavía abollada, salió del garaje de una casa grande con jacarandas, cerca de donde yo trabajo. 

Ya sé dónde vive, señora Gutiérrez. Ándese con cuidado.

Tuesday, May 09, 2023

Encender fuego en la tierra

«Uno más uno son dos —pensó Francisco al acomodarse en uno de los dos asientos vacíos—. Todo lo bueno es siempre dos. Excepto Dios. Él es uno. Y también tres». Se quitó la chamarra y la dejó en el lugar junto al suyo. La chica del asiento de enfrente se levantó para buscar algo en el portaequipajes. Al subir los brazos se le descubrió un pedazo del abdomen; la piel blanca y suave se asomó por debajo de su blusa dejando ver un ombligo delicado. Francisco echó un vistazo rápido a la piel expuesta y en seguida pretendió estar ocupado con su teléfono celular. Ella lo interrumpió para pedírselo prestado pues el suyo se había quedado sin batería y tenía que hacer una llamada.

—Muchas gracias, ¡me salvaste la vida! —dijo la chica al devolverle su teléfono.

—Está bien. Cuando quieras.

El pesado autobús de pasajeros se movía despacio por las callejuelas del centro de Monterrey, cerca de la central camionera, de donde acababa de salir con rumbo a Torreón. Francisco miraba por la ventana, observaba la decadencia de esa parte de la ciudad, sus tugurios y sus bares de mala muerte. Era una noche fría, de esas en las que sería un pecado no tener con quien acurrucarse.

—Hace mucho calor aquí adentro, ¿verdad? —dijo la chica asomando su cabeza por encima de su asiento.

Francisco asintió y no supo qué decir. Se limitó a sonreír.

—Me llamo Lisa, soy de Torreón pero estudio aquí en el Tec de Monterrey. ¿Tú eres estudiante también?

—Se podría decir que sí —dijo él con timidez—. Estudio Teología.

—¿Dijiste Teología o tecnología?

—Teología —repitió él.

—Nunca había conocido a alguien que… ¿Eres un seminarista o algo así?

—Sí, exacto. Estoy en el seminario diocesano de Torreón.

Lisa le lanzó una mirada suave y cálida, sus ojos adquirieron un brillo especial y una expresión dulce.

—¿Me puedo sentar junto a ti? —dijo ella.

Francisco asintió. Lisa se levantó de su sitio y se quitó el suéter, quedándose en una blusa negra con dos tirantes delgados. Se sentó a su lado y volteó a verlo sonriendo.

—¿De que te ries? —dijo Francisco.

—Nada. Es que… No sé cómo me imaginaba que serían los seminaristas.

—¿A qué te refieres?

—Digamos que me los imaginaba más… —Hizo una pausa para acomodarse una tira de cabello detrás de la oreja—. No sé. Gordos... Y feos.

—Gracias, Elisa —dijo Francisco y sintió sus mejillas llenarse de rubor.

—Lisa —dijo ella.

—¿Perdón? —preguntó él.

—Soy Lisa, no Elisa.

—Ah sí. Disculpame, Clarisa.

—¡Oye! —dijo ella con voz infantil y le dio un golpe en el hombro—. ¡Qué chistosito me saliste!

 Francisco se sobó el brazo fingiendo que le había dolido el golpe de Lisa. Después de eso nadie dijo nada por unos momentos. Él buscaba desesperado una manera interesante de continuar la conversación mientras que Lisa lo miraba con curiosidad. Ella parecía divertirse inspeccionando sus pertenencias. Tomó el libro que tenía Francisco entre sus piernas y leyó el título en voz alta: Encender fuego en la tierra. Anunciar el evangelio en un mundo secularizado.

—Está bueno. Es para mi clase de Filosofía y Pastoral —dijo él.

—Eres un chico de pocas palabras, ¿verdad? —dijo Lisa mientras volvía a colocar el libro con cuidado entre los muslos de Francisco.

—No que yo sepa. Bueno, sí, creo serlo… A veces.

Ella soltó una risa y él también rió.

—Yo estudio Informática —dijo Lisa—. Ya sé lo que vas a decir: que no tengo cara de ser una chica inteligente. Me faltan los anteojos y el peinado de ñoña.

—No, para nada. Creo que te va muy bien lo de Informática.

—¿Gracias? —dijo ella con un tono burlón.

Volvieron a reír los dos.

—Desde niña me han gustado las Matemáticas, y cualquier cosa que se pueda comprender por medio de la lógica. Es algo que se me ha dado siempre.

—¿Quieres una galleta?  —dijo él—. Tengo Emperador de chocolate y Oreo.

—¿Cuáles te gustan más a ti?

—No lo sé, estoy entre las dos. Soy muy malo para decidirme.

El autobús se detuvo de pronto y las luces se prendieron. El conductor abrió la puerta y un soldado entró con un rifle de asalto entre las manos. Era un retén militar de rutina, muy común en las carreteras del norte del país. El uniformado pasó por los asientos pidiendo ver los rostros de cada uno de los pasajeros.

—¿Están viajando juntos ustedes dos? —preguntó el soldado.

—Sí —dijo Lisa—. Somos novios. —Le tomó la mano a Francisco y los dos le dedicaron una sonrisa nerviosa al soldado.

—Muy bien, gracias jóvenes.

El uniformado terminó su inspección y bajó del autobús. Los militares revisaron los equipajes con sus perros y sus lámparas de mano. Francisco y Lisa vieron la escena en silencio por la ventana, comiendo galletas Oreo y Emperador de chocolate. Después de poco más de diez minutos el autobús continuó su camino.

—¿Por qué hiciste eso? —dijo él.

—¿Hacer qué?

—Mentirle a un soldado. Decir que somos novios.

—Para protegerme —dijo Lisa con un tono de voz más serio—. No confío en nadie que traiga armas de fuego. Y menos en un hombre. ¿Te molestó?

—No acostumbro mentir a las autoridades, eso es todo.

—O quizás te incomodó la idea de nosotros dos, ya sabes, como novios.

—No, para nada, de hecho estoy rezando por otros tres retenes más.

Los dos rieron de nuevo, Francisco le dio un trago a su botella de agua Ciel.

—Ya hasta fuimos novios por unos minutos y todavía ni siquiera sé cómo te llamas.

—Soy Francisco, ¡mucho gusto! —Le dio la mano de manera formal.

—Dime, Francisco. ¿Siempre supiste que querías estudiar Teología?

—No, no siempre —dijo él mirándola a los ojos—. A decir verdad, las Matemáticas y su belleza también me tientan a veces.

Lisa le sostuvo la mirada en silencio. Él continuó:

—A veces no entiendo por qué no puede uno dedicarse a la Teología y al mismo tiempo gozar de la dulzura de las ciencias exactas.

—¿Así que te siguen tentando las Matemáticas? —dijo ella con un tono de voz bajo y suave.

—Sí —respondió él, su mirada clavada en la boca entreabierta de Lisa—, ¡mucho!

Las luces estaban apagadas y la mayoría de los pasajeros se había vuelto a dormir. El silencio del autobús los hacía susurrar.

—A mí me atrae mucho la Filosofía, ¿sabes? Me gusta su profundidad. Su fuego.

Acercó su mano lentamente a la entrepierna de Francisco.

—El fuego quema, Lisa. No se debe jugar con él.

Tomó su mano con cuidado y entrelazó sus dedos con los de ella, Lisa recostó su cabeza sobre su hombro. Se quedaron así los dos acurrucados el resto del camino, viendo por la ventana el desierto y sus incontables mares de arena, iluminados por el brillo de una circunferencia flotante, con un área luminosa aproximada de pi por radio al cuadrado.

FIN

Tuesday, May 02, 2023

La vecina se fue

Le guardaron sus cosas en cajas de cartón y dejaron algunos de sus libros sobre las escaleras, en el área común del edificio, para ver si alguien los quería. Después de unos días de gente entrando y saliendo de su departamento, ayer, la vecina del piso de abajo al fin se había marchado. Mi esposa Elisa y yo habíamos esperado ese día desde hacía casi diez años, cuando nos mudamos a nuestro departamento en la calle Morelos y la vimos por primera vez, asomada desde su ventana con un cigarrillo en la boca. Pero ayer, cuando salí por la mañana rumbo al trabajo y vi el camión de la mudanza arrancar, cargado con sus cartones y sus muebles viejos y olorosos, algo se movió dentro de mí. No sé si fue alivio o remordimiento de conciencia lo que sentí. O las dos cosas mezcladas con un estupor incrédulo. Se me atoraron en el pecho unas fuertes ganas de volver el tiempo atrás y hacer las cosas de manera diferente. Pero intuí que ya era muy tarde.

Manejé en silencio durante todo el camino rumbo a mi oficina. No se me ocurrió encender la radio como lo hacía siempre. Ni siquiera me di cuenta de lo lento que avanzaba esa mañana el tráfico. Estaba sumido en un trance: acelerando, frenando y sintiendo culpa por nunca habernos acercado a ella a pesar de su evidente soledad. Es cierto que no ayudaban sus quejas constantes cada que escuchábamos música después del trabajo, ni los ladridos que soltaba cuando se nos caía algo al piso por accidente. Un piso delgado de duela de madera, viejo y chirriante como ella. Tampoco es que se hubiera esforzado mucho ella por regalarnos una sonrisa, aunque fuera fingida, cuando nos cruzábamos ocasionalmente en las escaleras del edificio, aquellos primeros años en los que todavía salía de tiempo en tiempo a la calle a caminar.

Al mediodía dejé mi lonche en el refrigerador de la oficina y salí a dar unas vueltas al parque para despejarme. Un grupo de niños jugaba en los jardines bajo la sombra de una hilera de álamos. Recordé con vergüenza nuestra actitud infantil ante sus desgracias. Nuestras risas pueriles y nuestros murmullos aquella noche cuando nos despertaron unas voces y sonidos de radios portátiles en la madrugada. Nos fuimos de puntitas a la cocina para asomarnos por la ventana y descubrimos sin sorpresa una ambulancia esperando en medio de la calle.

—Se la están llevando —dije.

—Ya era hora —contestó Elisa con un tono de satisfacción.

Al regresar a la cama hicimos el amor con energía, haciendo tantos ruidos como nos dio la gana, sin contenernos por miedo a sus gritos o a sus escobazos en el techo. Luego dormimos profundamente hasta las diez de la mañana.

Muchas veces intenté ponerme en sus zapatos y tratar de ver el mundo con sus ojos cansados y rencorosos. Tenía ganas de invitarla a tomar un té con nosotros y platicar con ella. Conocerla. Estaba seguro de que ese acercamiento nos haría bien a todos. Pero Elisa me lo prohibió. ¡Cómo la odiaba Elisa!

Nuestros amigos también la detestaban. Nos quejábamos de ella como quien habla sobre el clima o cuenta sus planes para las próximas vacaciones. Lo decíamos todo en voz alta y clara, para que se escuchara bien a través de nuestro piso de madera.

Cuando regresé del trabajo por la tarde, los libros sobre las escaleras me recordaron que la vecina se había ido. Me cambié de ropa y me tumbé en el sofá a escuchar un disco de Pink Floyd con los ojos cerrados. 

Algunas noches, al despertarme para ir al baño la escuchaba toser con claridad, como si su dormitorio fuera una habitación más de nuestro departamento. Con el tiempo me fui acostumbrando a ese rasguño vocal suyo, seco y constante. Rítmico.

Elisa llegó del consultorio y comenzó a hacer la cena. Un olor a cebolla caramelizada se coló en la sala, en donde yo seguía echado sobre el sofá escuchando Pink Floyd. Pensaba en cómo unos días atrás habíamos notado un tufo putrefacto proveniente de nuestra alacena, ese cuarto que por una falla de diseño conecta el aire de nuestro departamento con el de la vecina. En otras ocasiones ya se nos había metido por ahí un fuerte olor a especias orientales, de cuando una amiga suya la visitaba y le hacía de cenar. Esa vez Elisa abrió la puerta de la alacena tapándose la nariz con la otra mano.

—Ya se murió la bruja, ¡se está pudriendo! —dijo ella al percibir ese tufo penetrante.

—Es probable —contesté—, tiene casi noventa años.

—¿Y si le hablamos a la policía?

—No. Déjala. Mañana viene la señora que le ayuda.

Recuerdo que esa noche brindamos con champaña. Abrimos una de las botellas que habían quedado de nuestra boda unos años atrás. Esa madrugada desperté y caminé hacia el baño sin prender ninguna luz. El olor a podrido seguía ahí en nuestro pasillo, frente a la alacena. Esbocé una ligera sonrisa en la oscuridad. Pero antes de volver a quedarme dormido alcancé a escuchar una tos seca, y al cabo de un rato otra tos, y luego otra… Al día siguiente Elisa y yo limpiamos a fondo la alacena y descubrimos con tristeza un ratón muerto detrás de una pila de latas de conservas. Daba lástima el pobrecito animal ese, se había quedado ahí atorado detrás de las repisas, abandonado a su suerte el inocente.

Después de cenar una sopa de champiñones y unos bocadillos de queso de cabra con cebolla caramelizada, Elisa comenzó a enjabonar los trastos y a enjuagarlos. Mi trabajo consistía en secarlos y acomodarlos en los gabinetes.

—¿Se fue al asilo de ancianos? —preguntó ella.

—Yo qué sé. No la vi. No le pregunté.

Cambiamos de posiciones porque tocaba lavar las sartenes y Elisa odiaba hacerlo. El reloj de la pared de la cocina marcaba el paso del tiempo con un clic rítmico e incesante.

—Qué escándalo hace este reloj, ¿no crees? —dije sin levantar la vista del fregadero.

—¿Y si se fue por nuestra culpa? —dijo Elisa.

—Se fue por vieja —respondí mientras terminaba de enjuagar la última olla—, ya le tocaba.

FIN

Monday, April 24, 2023

Pamela

En aquella época Daniel y yo pasábamos mucho tiempo juntos después de clases, nos conocíamos muy bien, podíamos incluso completar las frases del otro sin dificultad. Éramos vecinos de casas contiguas e íbamos a la misma secundaria. El hecho de que nuestro colegio fuera de puros varones limitaba nuestro repertorio de amistades femeninas, por eso comenzamos a ir los sábados a un grupo juvenil de la iglesia; era un buen lugar para conocer «niñas bien» que vivieran cerca. Fue ahí, en el patio de la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, en donde conocimos a Pamela: una güerita con una sonrisa muy linda y el cabello corto. Nunca supe quién de los dos fue el primero en enamorarse de ella, pues dejamos de hacernos ese tipo de confidencias cuando pasó lo de Rocío.

Pamela tenía un grupo de amigas con quienes pronto comenzamos a juntarnos por las tardes —ellas iban a un colegio de monjas, así que es probable que también anduvieran cortas de amistades del sexo opuesto—. Ese grupo de amigas —del colegio Excélsior si mal no recuerdo— resultó ser un semillero de romance adolescente: a Cati le gustaba Kike, Rocío quizo un tiempo conmigo, Daniela se moría por Irving, pero él nunca la peló. A una Karla le gustaba Chato y a la otra Chente. A Daniel y a mí nos gustaban todas, nos íbamos enamorando de ellas por turnos; primero de una y al cabo de un tiempo de otra, pero eso sí, siempre de la misma.

Primero coincidimos en nuestra afinidad por Rocío: una chica bastante guapa, de cabello castaño y muy alta —enfatizo lo de su altura porque a mí eso me daba una ligera ventaja frente a él, quien era al menos cinco centímetros más bajo que yo (aunque eso él lo compensaba de sobra con su estilo relajado y seguro de sí mismo, además de su soberbia inteligencia y su nariz de proporciones perfectas)—. Después de discutir la situación acordamos que cortejaríamos a Rocío cada quien por su cuenta, aceptando su decisión final con honor de caballeros. Claro está, solo en caso de que ella se decantara por alguno de nosotros, lo cual no sucedió. Bueno… Sí y no. Me explico: técnicamente yo sí fui su novio por poco menos de una semana, al final de la cual ella me cortó por medio de una cartita escrita a mano con bolígrafos de colores. «¡Se acabó! —pensé al leer sus palabras—, ¡me voy a morir solo y triste!». Ese noviazgo fugaz con Rocío causó que Daniel y yo nos dejáramos de hablar por más de un mes —justo cuando yo más necesitaba su amistad—, él me acusó de haber aprovechado sus vacaciones fuera de la ciudad para hacer un avance «tramposo» con ella.

Una vez superada nuestra fase de «Rocío», Daniel y yo comenzamos a sospechar de un posible nuevo conflicto de intereses. Era más que obvio, a juzgar por el tiempo que cada uno de nosotros pasaba hablando por teléfono con Pamela. Ahora que lo pienso bien, creo que eran esas extensas sesiones telefónicas —primero conmigo y luego con él, o viceversa— las que causaban esa ligera ronquera suya que a mí me parecía tan sexy —era la voz que debía tener la enfermera rubia de la portada del álbum más reciente de Blink 182—.

Yo estaba seguro de que llevaba las de ganar en esa ocasión con Pamela. Lo tenía claro desde aquel intercambio navideño en el que yo había resultado ser su amigo secreto —lo cual fue para mí un alivio, pues estaba comenzando a pensar que a ella le interesaba más Daniel—. Ella me regaló unas pantuflas de Superman y una cartita muy cursi. Esa tarde, al llegar a la entrada de mi casa con mis pantuflas de Superman en la mano, Daniel me comentó que él también estaba en proceso de ligue con Pamela, cosa que yo ya sospechaba —y temía—.

—¡Allá tú si quieres perder tu tiempo! —le dije—, a mí me consta que ella me quiere a mí, el martes pasado incluso nos quedamos platicando hasta la una de la mañana.

—Sí, sí —dijo él con un tono sarcástico—, mira… —Hizo una pausa para hacerse el importante—. Chicas abundan como peces en el mar. En cambio, amistades como la nuestra, esas no se encuentran cada día. No quiero que te enojes si Pamela al final me escoge a mí.

—A ti nada más te quiere como un bufón, ¿sabes?, tú solo le diviertes.

—¡Pues al menos la entretengo! —dijo levantando la voz—, y no me quedo ahí todo baboso sin saber qué decir, picándole los ojos con esa narizota tan fea que…

—¡Wey! —interrumpí—, nos está pasando lo mismo que con Rocío. Creo que vamos a necesitar poner reglas claras otra vez.

Acordamos que a partir de esa tarde solo nos estaría permitido ver a Pamela estando los dos presentes, hasta que ella se decidiera por alguno de nosotros. Nos pareció una solución madura y pragmática.

Fuimos a visitarla a su casa una decena de veces, los dos juntos, a pie. Era una caminata cuesta arriba de aproximádamente media hora desde nuestra colonia. Llegábamos a verla todos sudados —para mi mala suerte, pues yo solía transpirar más que él—, y nos pasábamos la tarde platicando con ella en el pórtico de su casa, tratando de hacer algún avance romántico para intimidar al contrincante. A Pamela parecía hacerle mucha gracia esa dinámica nuestra, esos torpes intentos de humillar al otro revelando sus más vergonzosos secretos. Una vez nos regaló una de las pulseritas de cuentas que solían adornar su muñeca —a cada quien la suya, por su puesto—. Daniel y yo pasamos el camino de regreso discutiendo cuál de las dos era era la más bonita.

Las semanas pasaban y cada vez me quedaba menos claro quién de los dos llevaba la delantera. Una tarde lluviosa se me agotó la paciencia y decidí visitarla sin la molesta compañía de mi amigo. Mi padre accedió a llevarme a la casa de Pamela con el auto, en el que ya estaban preparadas mis cosas para el entrenamiento de futbol americano que me tocaba ese día.

Por suerte, ella estaba en su casa esa tarde y me recibió con gusto. Platicamos un largo rato, sentados bajo el techo del pórtico de la entrada principal, mirando cómo las gotas de lluvia se estrellaban con fuerza sobre la acera. Ella sacó un álbum de fotografías y pasamos otro rato reviviendo algunos recuerdos de su infancia. Me regaló una foto de su fiesta de cumpleaños número seis y la guardé con cuidado en mi bolsillo.

Yo estaba ya armándome de valor para acercarme a ella y tomarle la mano o robarle un beso, cuando a lo lejos apareció la figura de un encapuchado caminando bajo la lluvia, empapado de pies a cabeza, cubriendo con su chaqueta algo que parecía ser un ramo de flores. Lo reconocí enseguida por su corta estatura y su manera de caminar con las piernas ligeramente separadas. Daniel se dirigió hacia donde estábamos Pamela y yo sentados, se quitó la capucha, levantó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Se hizo un silencio incómodo. Hasta la lluvia parecía haber enmudecido.

Nunca supe quién de los dos fue el primero en sonreír, solo recuerdo que esa sonrisa fue correspondida y le siguió una carcajada que nos contagió a los tres. Daniel y yo regresamos caminando juntos más tarde cuando dejó de llover, cada quien con su respectiva estampita de Pamela en el bolsillo.

Unas semanas después, en una kermés de la parroquia, noté por primera vez lo lindos que eran los ojos verdes amielados de Karla Janeth…

FIN


Wednesday, April 19, 2023

Alexandros

Sabas cayó por la borda. Se estremeció ante el contacto de su piel con el agua helada del mar Egeo. Inmediatamente comenzó a patalear con violencia para regresar a la superficie. Giró su cabeza una y otra vez buscando una salida. En eso vio una luz lejana. Usó todas sus fuerzas para nadar hacia ella y salió a la superficie. Respiró. Su pequeña barca pesquera estaba cerca, flotando frente a él, montada sobre enormes montañas de agua que subían y bajaban. Marina lanzó al mar un aro salvavidas y le ayudó a subir a la barca por la escalera trasera. Entre los dos continuaron aguantando los golpes de las olas, avanzando poco a poco en dirección a Volos. Al hospital de Volos. De vez en cuando una mueca de dolor invadía la cara de Marina. Las contracciones regresaban cada vez con más intensidad, pero Sabas no tenía tiempo para cronometrarlas; estaba ocupado tratando de que la tempestad no los hundiera.

Después de una hora de forcejeo con el mar, al fin fueron apaciguándose las olas. Sabas tuvo que volver a prender el motor en varias ocasiones; era un modelo viejo y se ahogaba con facilidad. Sobre el cielo flotaban todavía cúmulos de nubes grises. «¡Vuelvan a casa! —parecían decir aquellos nubarrones—. ¡Regresen a Skiathos!, a la seguridad de su isla, ¡todavía están a tiempo!».

El motor seguía apagándose con frecuencia. No estaban avanzando mucho. Había sido una idea muy arriesgada navegar a Volos en medio de una tormenta como esa. Pero nadie más los había querido llevar, y Sabas no podía dejar que Marina diera a luz a su hijo en el pequeño centro médico de la isla, con sus paredes agrietadas desde el terremoto del ochenta y nueve. ¡No señor!, él la llevaría a un hospital de verdad, el de Volos. Ahí de seguro sabrían qué hacer con su bebé que venía en posición transversal. Había hecho ese viaje ya cientos de veces, con frecuencia en malas condiciones, cuando los demás —cobardes— no se atrevían a navegar. A lo lejos descendió un rayo desde las nubes. Sabas miró el destello del relámpago reflejado en los ojos de su esposa. Notó su inquietud. Escupió al mar.

—A este paso no vamos a llegar nunca —dijo Marina—, necesitamos arreglar el motor, o pedir ayuda.

—Estamos cerca de Agia Kiriaki, voy a hacer una parada ahí para repararlo. Necesito una media hora a lo mucho.

Marina cerró los ojos y respiró hondo. Le tocaba resistir la siguiente ola de dolor.

Ya llevaban casi una hora en el muelle de Agia Kiriaki y el motor seguía apagándose. Sabas había agotado todos los trucos mecánicos que su padre le había enseñado. Echó un vistazo a su reloj y miró a su alrededor.

—¡A la mierda con esta barca! —dijo—, nos vamos con esa lancha de ahí. —Señaló una embarcación mediana que estaba atracada en el muelle junto a ellos—.

Bajaron de la barca con su maleta y una caja de herramientas para forzar el mecanismo de arranque. «¡Qué coincidencia!», pensó Sabas al leer el nombre de la lancha que estaban a punto de robar: el Alexandros. Marina lo notó también y sonrió mientras acariciaba su barriga. Por suerte encontraron las llaves adentro. No tardaron en estar de nuevo navegando con prisa rumbo a Volos, esta vez en una lancha de un modelo más reciente. Ya habría tiempo después para dar explicaciones y pedir disculpas. Lo importante en ese momento era llegar al hospital con su esposa y su bebé.

La siguiente media hora pasó sin mayores complicaciones, la tormenta había vuelto a cobrar fuerza, pero se sentía menos violenta a bordo del Alexandros. Marina bajó al camarote para descansar, pero regresó enseguida, agitada.

—Creo que nos metimos con la gente equivocada —dijo—. Adentro hay dos rifles y cajas con municiones.

En ese momento notaron que una lancha ligera se acercaba por detrás a gran velocidad.

—¡No, por favor! —dijo Sabas—. No una persecución con este tiempo de mierda. ¡Agárrate fuerte, cariño!

Hundió la palanca de aceleración hasta el fondo.

—Ok Google, cómo usar un rifle... —La lancha ligera acortaba la distancia. Marina estaba dispuesta a todo con tal de proteger a su bebé—.

—¿Te volviste loca, mujer?, olvida esos rifles e intenta contactarlos por la radio. Hay que explicarles nuestra situación, ¡rápido!

Marina logró encender la radio del Alexandros y una voz grave les ordenó que se detuvieran. Era la guardia costera que iba detrás de ellos. Ella trató de explicar la situación por la radio pero el guardacostas no escuchaba; solo repetía que se detuvieran y regresaran inmediatamente al muelle, insistía en que era muy peligroso navegar en esas condiciones.

Sabas vio a lo lejos algo parecido a una pared de agua, era un monstruo de ola. Tragó su saliva, echó un vistazo rápido al retrovisor y dejó de acelerar. La guardia costera hizo lo mismo. Giró el Alexandros para quedar con la proa encarando al temporal y esperó.

—¡Panagía, protégenos!

Sabas capeó las olas gigantes con maestría, con la precisión de un marinero experto, olvidándose por unos instantes de todo: de su esposa y su bebé en posición transversal, del motor averiado de su barca, del Alexandros robado, de los rifles de caza y el guardacostas con voz grave.

Cuando volvió en sí notó que el mar ya se había calmado y la guardia costera parecía no seguirlos más. La radio guardaba silencio y a lo lejos el cielo comenzaba a despejarse. Le vino a la mente el terremoto que azotó Skiathos el día en que él había nacido, y la tormenta de nieve que había inmovilizado la isla el día en que nació su padre. No cabía ya duda de que ese bebé era varón, y de que era su hijo. Sabas bajó al camarote y encontró a Marina concentrada, soplando con fuerza, aguantando el dolor de las contracciones. Se miraron brevemente y Marina sonrió. Sabas escupió y regresó a la proa.

Al llegar al puerto de Volos supieron de inmediato en dónde atracar; justo en frente de los carros de policía y la ambulancia que los esperaban con las luces de las sirenas prendidas, iluminando el andador con destellos rojos y azules. Antes de bajar de la lancha, Sabas se hincó sobre una rodilla y besó la barriga redonda de su esposa.

—¡Nos vemos pronto, pequeño Alexandros!

FIN

Sunday, April 09, 2023

La Playita

Mi esposo me aconsejó que no comprara el restaurante. Yo, a punto de cumplir cuarenta años y todavía sin hijos, necesitaba un proyecto nuevo de negocio. Y ese restaurante me parecía una magnífica idea.

—Hay algo que no me termina de cuadrar —me dijo Rogelio mientras masticaba con entusiasmo su taco de camarón—; el lugar está a reventar y la comida es deliciosa, pero se me hace que te lo están dejando muy barato. Sobre todo con el malecón recién estrenado. No tiene sentido, amor.

Así ha sido siempre mi gordo: muy analítico y racional. Le gusta darle mil vueltas a las cosas y le rehuye a cualquier tipo de riesgo. No se da cuenta de que a veces lo mejor es no pensar y dejarse llevar por los instintos. Por eso él es un asalariado más y yo una empresaria exitosa. Pero yo así lo quiero a Rogelio, aunque sea un miedoso. Le dije al dueño del restaurante que iba a necesitar unos días para pensarlo y ordenamos otra ronda de micheladas. Nos quedamos ahí tomando y platicando hasta que el sol terminó de esconderse por detrás de las montañas.

Ese negocio era lo que yo siempre había soñado: servir mariscos y cocteles frente al mar, relajada, a mi propio ritmo, tarareando cumbias y canciones tropicales. Bueno, en este caso era solamente algo parecido, pero me bastaba; el restaurante estaba a orillas de la presa La Boca, al sur de la ciudad. Bastante lejos del mar.

Yo estaba muy emocionada esa noche cuando regresamos a la casa. No sabía qué hacer con tanta energía que sentía subiendo por mis piernas, acumulándose con fuerza en medio de ellas. Le hice el amor a Rogelio como una bestia, lo dejé exhausto, con una sonrisa de bebé en su cara sonrosada y brillosa por el sudor. «A ver si esta vez me embarazo», pensé mientras recuperaba el aliento. Esperé unos minutos a que mi esposo se quedara dormido y le envié un mensaje al dueño de La Playita para cerrar el trato. Al día siguiente me convertí en restaurantera.

*   *   *

Rogelio había tenido razón. El restaurante era magnífico, pero no tenía futuro. Nada en ese lugar lo tenía. Se pronosticaban unas sequías duras y prolongadas en la región, se hablaba de que incluso podrían llegar a durar varios años. Para mi mala suerte el nivel del agua de la presa comenzó a bajar unas semanas después de haber hecho la compra. El turismo se desplazó gradualmente al otro lado de la presa, en donde el agua alcanzaba todavía para dar vueltas en motos o en lanchas pequeñas.

Frente a mi local se podía observar un área cada vez más extensa de tierra en donde antes habían flotado los catamaranes. Comenzó como un lodazal oscuro y espeso que se fue secando poco a poco bajo los rayos incesantes del sol hasta convertirse en un suelo yermo y duro. Agrietado, como nuestro matrimonio.

Esos años fueron muy difíciles para todos. Nos tuvimos que acostumbrar a hacer filas y filas, a esperar formados en el parque a las cinco de la mañana hasta que llegaran las pipas repartidoras. A cargar cubetas de agua sobre los hombros como si estuviéramos en un ejido de esos diminutos que se pierden en la sierra.

Y luego estaba el silencio acusador de Rogelio, resentido desde la compra del restaurante. Mi poca cautela había convertido nuestros ahorros en un negocio condenado a la quiebra. Sus ahorros, más que nada. Rogelio todavía no me podía perdonar por ese error. «¡Así son los negocios! —le decía yo—, a veces se gana y a veces se pierde».

El restaurante dejó de funcionar cuando ya no tenía sentido atender solo a dos o tres clientes por día. Por suerte nos quedamos con el salario de Rogelio y uno que otro negocio que a mí me fue saliendo.

Las cosas con mi gordo mejoraron con el tiempo. Una y otra vez, decepcionados, mirábamos de frente nuestra incapacidad de engendrar un hijo. Esa lucha constante terminó por profundizar nuestro cariño. Maduramos bajo el crisol de la desdicha compartida. Porque nos vimos más desnudos, nos conocimos más vulnerables, nos descubrimos estériles y secos.

Después de largas discusiones logré convencer a Rogelio de probar con la fertilización asistida. Los tratamientos eran carísimos y dolorosos. Los vimos uno a uno fracasar, mientras escuchábamos en las noticias lo costosos que eran los bombardeos de nubes que hacía el gobierno. Y a pesar de todo, seguíamos sin lluvia.

*   *   *

Rogelio y yo cenábamos en la terraza del restaurante. Habíamos reinaugurado La Playita unas semanas atrás, animados por los pronósticos del final de la sequía. Se sentía más humedad en el aire esos días y un ligero olor a tierra mojada invitaba a la esperanza. Como nosotros, muchos otros negocios estaban volviendo a abrir sus puertas. Yo no me podía aguantar las ganas de contarle la noticia a mi gordo. Mi sonrisa me delataba.

En nuestra mesa había un plato grande de mariscos y cuatro caballitos de tequila vacíos. Saqué de mi bolsa una hoja de papel doblada en tres y se la di a Rogelio para que la leyera. Se trataba de una carta de la agencia de adopción. Al parecer todo estaba listo para que recibiéramos a nuestro nuevo bebé. Sólo faltaba nuestra confirmación.

—¿No se te hace sospechoso que nos hayan aceptado la adopción así tan rápido? —me dijo Rogelio con la carta todavía en sus manos—, además no tenemos mucha información del niño, es como si tuvieran prisa por deshacerse de él. ¿No te parece, amor?

Le di un beso en los labios y ordené otra ronda de tequilas. Nos quedamos ahí sentados disfrutando el sonido de la lluvia, mirando en silencio cómo el sol se iba metiendo poco a poco detrás de las montañas.

FIN

Wednesday, March 29, 2023

La nota

Aarón bostezó de nuevo, cerró su libro de historietas y lo dejó sobre su mesita de noche, junto a un montón de tubos de esmalte de uñas y cremas faciales. Eran los cosméticos de su prima Alejandra, con quien compartía su cuarto desde hacía seis meses. Se puso sus audífonos y comenzó a escuchar un álbum de Gun’s and Roses. Miró el sostén rojo que colgaba del pilar de la cama de su prima, se metió un poco más en su cobija y cerró los ojos.

Alejandra se quedaría con sus tíos por un tiempo indefinido. Hasta que su madre regresara de la clínica de rehabilitación Nuevos Caminos. Los padres de Aarón intuían que no había sido una buena idea juntar a los primos en el mismo cuarto, pero no habían tenido otra alternativa; solo contaban con un dormitorio para los dos adolescentes.

Esa mañana Aarón y su prima llegaron a la preparatoria juntos, como de costumbre. Aarón repasaba en su mente una lista de estructuras celulares para su examen de biología. Al abrir su casillero un papelito cuadrado salió volando y aterrizó frente a sus pies. Parecía ser una nota escrita a mano.

—¡Mierda!, ¿qué chingados es esto? , ¿quién? —murmuró Aarón nervioso mientras leía la nota. Hizo una bola pequeña con el papel y se lo metió deprisa al bolsillo del pantalón.

—¿Qué pasó, Aarón?, te noto un poco tenso. No me digas que otra vez no estudiaste para el examen. —Omar, su mejor amigo, no había alcanzado a ver la nota. Solo había visto a Aarón enderezarse con una expresión de asco en la cara, como si acabara de abrirle el pecho a una rana de laboratorio.

—Ahorita vengo, wey. Creo que estoy en problemas. Necesito encontrar a mi prima antes de que... —Aarón se dio cuenta de que estaba diciendo demasiado—. Te veo al rato.

Omar se quedó en medio del pasillo, confundido, viendo a su amigo alejarse de prisa.

Alejandra no contestaba a sus mensajes de texto. Aarón llevaba ya un buen rato buscándola por todos lados. Iba y venía por los largos pasillos de la preparatoria. Sentía las miradas de sus compañeros vigilándolo, como si todos supieran las cosas terribles que había hecho. «No es posible, no, no. Nadie sabe. Cálmate Aarón, hay que encontrar a Alejandra». Respiró profundamente y decidió continuar con su búsqueda en la capilla, al fondo del patio.

Le llegó un nuevo mensaje de texto, era de Omar, su mejor amigo. Lo ignoró; no tenía cabeza para otra cosa que no fuera encontrar a su prima. Se detuvo frente a una pesada puerta de madera con una cruz de vidrio en el centro. Nada más ver el símbolo cristiano, Aarón sintió un malestar general; algo en su interior le decía que no era digno de entrar a ese lugar. Ni tampoco su prima. Todo eso era culpa de Alejandra. De su risita traicionera y sus estúpidas tangas de colores.

Aarón se acercó a su banca de siempre, pegada a la pared trasera de la nave central. No había encontrado a su prima en la capilla, pero pensó que le vendría bien un descanso; necesitaba calmarse. Comprobó nuevamente que no hubiera nadie más ahí y se tumbó en la banca. Estaba exhausto.

—¿En qué chingados estabas pensando, pendejo? —se dijo a sí mismo en voz baja, sosteniendo su cabeza con las dos manos—, ¿no te bastó con agarrarle las tetas esa noche, verdad?, y luego robarle sus calzones, ya ni la chingas, cabrón, ¡es tu prima, pinche puerco!, ¿y en qué momento de estupidez se te ocurrió tomar esas malditas fotos? Ya valió madre, todos se van a enterar. Ay, Diosito ayúdame por favor…

—¿De qué tipo de fotos estamos hablando, señor Gutiérrez? —dijo una voz grave proveniente de la sacristía. El padre Mario apareció de repente y se acercó a Aarón. Se sentó a su lado, con la calma de un viejo sacerdote que conoce bien su oficio—. ¿Se puede saber de qué estabas hablando hace un momento, hijo?

—Hola, padre. No lo había visto —dijo Aarón tartamudeando—. No, no es nada. Es solo una tontería. Me tengo que ir. Disculpe. —Salió de la capilla con movimientos torpes, preguntándose si no había sido quizás muy irrespetuoso con el padre Mario.

Aarón entró de nuevo al edificio principal con la esperanza de encontrar a su prima. En ese preciso momento entraron sus padres por la puerta de enfrente y se dirigieron a la oficina del director. «¡Justo lo que me faltaba! —pensó desesperado al notar la presencia de sus padres—, de seguro ya se corrió la voz y los mandaron llamar. ¡Me van a matar!». Pensó en escapar, llenar una maleta de ropa y agarrar un camión a otra ciudad. Comenzar una vida nueva… Se escondió en un aula y decidió contarle todo a Alejandra en un mensaje: “¡Perdóname, prima! Nos descubrieron. Fue mi culpa, saqué unas fotos sin que te dieras cuenta, perdón”.

Después de unos minutos se comenzó a preguntar por qué todavía no lo habían llamado a la oficina del director. Alejandra todavía no había leído su último mensaje. Pensó en borrarlo. Le temblaron las manos. Exhaló y guardó su teléfono. ¿En dónde se estaba escondiendo su prima?

Se dio por vencido y decidió entregarse a las autoridades.

Los padres de Aarón estaban en una reunión con el director del colegio. Alejandra estaba con ellos en la pequeña oficina de la dirección. Discutían una broma pesada que la adolescente había hecho el día anterior, metiendo notas misteriosas en todos los casilleros del colegio. Sobre el escritorio estaba la evidencia: decenas de papelitos cuadrados con una frase escrita a mano: “¡Sé lo que hiciste, cabrón!”. De pronto se abrió la puerta de la dirección y entró un chico con los ojos rojos e hinchados. Era Aarón.

—¡Solo fue una vez!, ¡perdón! —dijo arrepentido—. Solo le agarré las tetas, no pasó nada más, ¡lo juro! Ni siquiera nos quitamos la ropa. Aquí traigo sus calzones rositas, ya no los quiero. —Hizo una pausa para sacar algo de su mochila y notó que su prima estaba en la habitación—. Alejandra, tú cuéntales, tienen que creernos. No lo volveré a hacer. ¡Lo prometo!

FIN

Tuesday, March 21, 2023

Adiós, Abel

Nadie se animó a decir una sola palabra durante la cena. Jorgito, mi hijo, ni siquiera tocó su plato de albóndigas. Mi esposa me miró con unos ojos de «déjalo, mi amor, está triste», mientras me acariciaba la rodilla por debajo de la mesa. Jorgito estaba muy apachurrado desde la muerte de Croqueta, su cucaracha. Todavía no les habíamos contado a los niños lo de su primo Abel. ¿Cómo darles una noticia así a las criaturas?, cuando justo acababan de despedir a su querida mascota. Sería como volverles a pisotear sus frágiles corazones a los inocentes. Decidimos que lo mejor sería esperar unos días más, o unos años…

El funeral que le hicimos a Croqueta en nuestro jardín le sirvió a Jorgito de catarsis. El pobre aún no podía hacerse a la idea de nunca más jugar con ella. Su muerte tan repentina nos había pegado muy fuerte a todos; se nos fue cuando apenas era una cría. Mi esposa y yo tuvimos que aguantarnos las ganas de llorar durante la ceremonia improvisada. Por los niños más que nada: no queríamos que nos vieran vulnerables, pero en el fondo nos afligía bastante la ausencia de Croqueta. Y la de Abel. ¿Cómo habría sido el funeral de Abel, mi sobrino? Se había ahogado unos meses atrás en un accidente en la piscina de su casa. Yo de plano no pude ir a la ceremonia; mandé a mi esposa sola y me llevé a los niños a pasar la tarde en un parque cercano. Ellos todavía no se enteraban de lo que le había pasado a su primo. 

Con el calor que hacía el día del entierro de Croqueta, no tardaron los gatos y los perros en salir de sus escondites, olisqueando el jardín con sus narices repugnantes. Un perro flaco y lampiño se acercó al bulto de tierra que cubría su cadáver. Jorgito lo vio y se soltó llorando de nuevo, pidiéndome entre sollozos que por favor hiciera algo. Fui por el mataperros verde que solíamos guardar en un cajón de la cocina y le di un tiro al animalejo ese. Los otros perros salieron huyendo, espantados por el estruendo del disparo.

Por tercera noche consecutiva me despertó un leve pero constante zumbido en el oído. Lancé un manotazo al aire sin abrir los ojos y el molesto ronroneo cesó por un momento. Otra vez se nos había metido un maldito gato por la ventana y otra vez no me dejaba dormir. Era culpa de mi esposa, Abril. De seguro habría dejado abierta alguna ventana de nuevo. Pensé que sería bueno instalar unas mallas gateras, como las que tenía mi madre en todas las ventanas de su casa. Cerré los ojos con más fuerza todavía, y comencé mis ejercicios de respiración para relajarme. Pero no sirvieron de nada; no podía dejar de pensar esa noche. Tenía que encontrar una manera de contarle a los niños la noticia de su primo Abel.

—¡Miren, niños!, miren a quién me encontré esta mañana en el jardín —dije con un tono fingido de sorpresa, mientras les mostraba a mis hijos una cucaracha que había comprado esa mañana en la tienda de mascotas.

—¿Es en serio, papá?, ¿eres tú, Croqueta? —gritó Jorgito emocionado.

—Las cucarachas son unos animalitos muy resistentes; se pueden recuperar hasta de una explosión nuclear —expliqué—. Croqueta logró salir de su tumba y la encontré hoy dando vueltas en el jardín. Cuídenla mucho esta vez, niños, recuerden que hay que tener mucho cuidado al caminar por la casa. —Los niños, sonrientes, se llevaron a Croqueta a su cuarto y la acomodaron en su camita. Abril entró a la sala en silencio. Había escuchado mi conversación con los niños. Algo en su mirada me decía que no estaba de acuerdo con lo que yo había hecho.

—A ver cómo le haces para resucitar también a Abel.

Se tumbó en el sillón y prendió la tele.

El calor que se sentía esos días de primavera los hacía insoportables, y todavía ni siquiera había comenzado el verano. «¡Dios mío!, qué vamos a hacer en el verano», pensé. Los días más calientes del año los solíamos pasar en la piscina de mi hermana, hasta que hace unos meses se le ahogó su hijito, Abel. Ahora la piscina estaba seca, con veladoras y restos de arreglos florales carcomidos por los perros y los gatos. «¿A dónde irán esos bichos en invierno? —continué reflexionando mientras barría el polvo del patio bajo el sol del mediodía—. No tengo la menor idea. Yo creo que se mueren, o quizás se entierran en algún lugar cálido y oscuro después de poner sus huevecillos entre las plantas. Son peores que las ratas, esos hijos de perra».

—Andas muy gruñón últimamente, cariño. ¿Estás seguro de que no quieres hablar con el doctor que atiende a tu hermana? No tiene nada de malo buscar ayuda, es normal tener estrés.

—Ya te dije cuarenta mil veces que estoy bien, gorda. No necesito hablar con nadie —le respondí a Abril y le di un beso en la frente—, mejor ve y llama a los niños para terminar con esto de una vez por todas.

Abril sentó a los niños en los banquitos de la barra de la cocina, y comenzó:

—Niños, su papá y yo tenemos algo muy importante que decirles. —Me dio un empujoncito en la espalda para que tomara la palabra.

—Sí, sí, ¿cómo empezar? —dije tartamudeando—, ¡pues, nos vamos a Disneylandia!, en las vacaciones de semana santa, ¿qué les parece, chicos?

—¡Un momento! —interrumpió Abril antes de que los niños pudieran responder—, su padre tiene algo muy importante que decirles acerca de su primo Abel. —Me lanzó una mirada severa, la cosa iba en serio.

—Su primo Abel, se fue. —Una gota de sudor me comenzó a escurrir por la frente, mis manos jugaban nerviosas con una pistolita verde, me distraje viendo el jardín por la ventana—, se fue a estudiar lejos; a Inglaterra.

—Pero Abel tiene apenas ocho años —dijo Jorgito confundido. Un grupo de perros se congregaba en el jardín.

—Se fue a un internado —respondí nervioso—, para aprender inglés. Y por eso no sabremos nada de él durante un buen rato...

No pude quedarme ahí un segundo más y salí al jardín deprisa. Esos perros malditos habían desenterrado a Croqueta y estaban arrancándole sus patitas.

—¡Ahora sí sabrán lo que es sufrir, desgraciados!

Les di de tiros ahí mismo, y les seguí disparando mientras huían.

—¡Váyanse al infierno!

Les disparé hasta cansarme, y les seguí gritando aunque ya no se estuvieran moviendo.

—¡Muéranse, pinches perros!, ¡púdranse!, ¡ahóguense en una piscina!, ¡inúndense los pulmones de agua con cloro y orínes!,  ¡quédense ahí flotando hasta que se les ponga la cara morada!, ¡malnacidos!

Abril y los niños salieron al jardín y nos abrazamos en silencio.

FIN

Wednesday, March 15, 2023

La boda del amigo

Ernesto Santiago decidió no llevar acompañante a la boda de Beto y Carla. No estaba saliendo con nadie por el momento y no quiso molestar a ninguna de sus exes en un fin de semana tan competido. Estaba iniciando el verano. A él normalmente le encantaban las fiestas y los eventos sociales, pero esa noche sentía que algo le incomodaba. Se revisó el pantalon de su traje de sastre para ver si no estaba muy ajustado. No era la ropa lo que le causaba esa opresión en el estómago.

Estaba sentado en la mesa de siempre, la de los cuates: con sus mejores amigos y sus esposas. Y en medio de esas tres parejas estaba, como siempre, él. Ernesto Santiago, acompañado de una esbelta copa de Martini. La noche era perfecta para celebrar una fiesta al aire libre. La luna llena iluminaba los jardines del club campestre y de vez en cuando se colaba entre las mesas un viento refrescante. Beto era el último en casarse de su grupo de amigos —excluyéndolo a él, por supuesto—. Todos pasaban de los treinta años y tenían buenos trabajos en la ciudad.

—Ya sólo faltas tú Ernesto Santiago —le dijo su amigo mientras palmeaba su espalda con cariño.
—No empieces David, ya sabes que eso del amor a mí no se me da. Yo jamás me voy a casar. Mejor cuéntame. ¿Cómo van las cosas con ese negocio en Espa… —Las notas de la primera canción de la noche lo interrumpieron. Era una balada romántica que invitaba a las parejas a la pista de baile.
—Perdón wey, el deber me llama. Ahorita regresamos —dijo David, disculpándose por dejarlo solo en la mesa para ir a bailar con su esposa.

Ernesto Santiago le dio un trago a su copa y miró a su alrededor. Su mesa se había vaciado en cuestión de segundos. Muchos habían respondido también al llamado de la música. Decidió ir a dar una vuelta por las demás mesas, a ver si encontraba a alguien interesante para platicar un rato, o con algo de suerte, hasta para bailar. Comprobó la exactitud de su peinado, llevando la mano con cuidado desde su frente hasta su nuca. Dio un respiro profundo, sonrió, y se levantó de su asiento. Vio a lo lejos a una mujer muy guapa sentada en una mesa vacía. Era una prima de su amigo Beto. La que se había divorciado recientemente. La había visto en algunas ocasiones, pero nunca había hablado con ella. Le pareció muy atractiva esa noche, llevaba un vestido rojo entallado que le resaltaba su figura. La prima de Beto se levantó de su mesa y comenzó a bailar sola. Ernesto Santiago no sabía si acercarse a ella o no. Parecía que la estaba pasando muy bien consigo misma. Al final decidió no molestarla y se fue al bar para servirse otro trago.

Encontró un área muy bonita con mesitas en un jardín aledaño, ideal para descansar los oídos. Ahí estaba sentado solo un hombre mayor, fumándose un puro. Le pidió permiso para hacerle compañía. Era un tío de su amigo Beto, el de la boda. Estuvieron ahí platicando un buen rato bajo la luz de la luna. Hablaron de whiskey, de ópera, de la difunta esposa del tío y lo mucho que la extrañaba… Resultó que la atractiva mujer del vestido rojo era su hija, Soledad. Después de unos cuantos tragos, Ernesto Santiago le agradeció al señor por su grata compañía y regresó al jardín principal. La noche ya había valido la pena.

Más tarde, cuando comenzó la salsa, Ernesto Santiago se plantó delante de Soledad y le ofreció su mano derecha, sonriente. Bailaron hasta que se les acabó la fiesta, con sus respectivas pausas para tomar algo e ir a saludar a los novios.

Al día siguiente Ernesto Santiago se levantó con cautela de su cama, recogió del piso un vestido rojo, lo dobló, lo colocó sobre una silla, y se fue de puntitas a la cocina a preparar el desayuno. Después de desayunar con Soledad, le dio las gracias por la noche que pasaron juntos y sugirió que se volvieran a ver. Intercambiaron sus teléfonos y se despidieron con un beso en los labios. 

Ya solo en su departamento, Ernesto Santiago sacó de su armario un kit de caligrafía y comenzó a escribir una nota de agradecimiento para Beto y Carla por la boda: «…por cierto, he decidido que me voy a casar el año que entra, en verano. Enviaré más información en las próximas semanas. Por lo pronto sepan esto: me casaré a mí mismo. Ernesto & Santiago. Save the date!»

Monday, March 06, 2023

Viviana

Hay dos historias ejemplares de transformación profunda en mi familia. Primero está el caso de Choncho, el ganso de mi tía Bety, que un día decidió que era en realidad una gansa y comenzó a poner huevos en una esquina del jardín. Luego está la historia de mi prima Viviana, a quien todo mundo sabe que es mejor mantener alejada de los gusanos, so pena de presenciar un despliegue de gritos y verle en la cara un espanto tan profundo que te lo contagia.

Digo gusanos, en general, para evitar nombrar la especie de estos bichos que se empeñaron en arruinarle la vida a mi prima. Me refiero a las larvas de los insectos del orden Lepidoptera: las orugas. Esos animalitos blandos y cilíndricos han seguido a Viviana desde sus primeros años de vida. Siempre que ella salía al jardín para jugar, en donde fuera que se instalara, ahí aparecía al menos uno de esos gusanitos verdes, arrastrándose con calma por la tierra mojada, obligando a la pequeña Viviana a continuar sus juegos en el interior. 

Viviana es una de esas personas que se despiertan todos los días de un humor terrible. Lo primero que hace cuando abre los ojos con pesar, todavía envuelta en sus sábanas tibias, es recitar una letanía de lamentos e insultos dirigidos a la pobre persona que se encuentre esa mañana junto a ella. Su esposo, Mateo, ya está más que acostumbrado a ese inofensivo exorcismo matutino de mi prima. La trata con mucho cariño, con la paciencia propia de un santo.

El jardín de la casa de mi abuelita —que se conecta con la casa de mi tía Bety, mamá de Viviana—, está lleno de plantas de todos los tipos. Hay papayas, mangos, limones, un chayote, dos aguacates, nogales, etc. Es una verdadera selva, en la que habitan muchos animalitos y una gran variedad de insectos, incluídos los susodichos gusanitos verdes. Una tarde, mientras los tres primos más pequeños jugábamos a que éramos unos huérfanos viviendo en el bosque; dos primos del grupo de “los grandes” nos sorprendieron con un palito de madera al que se había trepado una oruga mediana. La cosa escaló muy rápido. Viviana se echó a correr histérica, y la oruga la siguió por detrás, rauda, montada en su palito. Se metieron al cuarto de juegos que estaba al final del jardín. Las risas de mis primos se vieron interrumpidas por el llanto violento de Viviana. ¡Pobrecita de mi prima!, estaba inconsolable. Los agresores perdieron sus derechos de Nintendo 64 por el resto del verano. Desde entonces, Viviana juraba que podía oler a las orugas desde lejos; una habilidad que, por supuesto, nunca pudimos comprobar de manera objetiva. 

Con el paso de los años se hicieron más frecuentes las ocasiones en las que Viviana se retiraba de alguna fiesta o de algún pícnic, argumentando que le había llegado ese olor a gusano que sólo ella podía percibir. Se le notaba la incomodidad en la cara, y en la cantidad de cigarros que fumaba después para calmarse. Cuando nació su segundo hijo, Norberto, las cosas se pusieron todavía más serias. Ahora, la mera apariencia del órgano reproductor de su bebé, blando y cilíndrico, bastaba para dispararle la ansiedad. Según ella, evocaba en su forma el horror de una pequeña larva de mariposa recién nacida. Yo le ayudé a Mateo a calmar a mi prima cuando le dio el primer ataque de pánico. Acudieron a mí por ser psicólogo, y por ser primo. Ese asunto lo tratamos de manera estrictamente confidencial. Es por eso que en este relato he cambiado los nombres de los personajes, para preservar intacto el secreto profesional.

Después de unos meses en terapia con un psicólogo que le recomendé, Viviana comenzó a ver los primeros resultados: ya no tenía ningún problema con la “oruga” de su hijito. Pudo retomar la responsabilidad del cambio de pañales y los baños del bebé en su tinita. El problema fue que, ¿cómo decirlo sin sonar muy técnico?… El miedo… se transfirió, de la imagen de un gusano pequeño —que ahora le parecía inofensivo—, a la imagen de un gusano de mayor tamaño. Ya se imaginará el lector el susto que le dió a mi prima una noche, cuando ella y su inocente esposo se disponían a disfrutar de los placeres maritales. Vivieron casi un año en abstinencia forzosa, lo cual resultaba más frustrante, porque poco antes habían comenzado a intentar embarazarse de nuevo. En ese momento Viviana se dio cuenta de que la cosa no podía seguir así. Tenía que enfrentar su miedo. O morir en el intento.

Lo de experimentar con hongos alucinógenos lo sugirió Tatiana. Se le ocurrió después de que su mejor amiga fracasara en otros cinco intentos de superar su fobia. Tatiana, con su melena mayúscula y frondosa, como la de un león, acompañó a Viviana a pasar un fin de semana en un campamento terapéutico en la sierra de Oaxaca. 

Dicen que usar hongos es como hacer cinco años de psicoanálisis en una sola sentada. Los químicos que segregan las setas alteran los sentidos, de tal manera que cualquier experiencia se vuelve cien veces más intensa. 

Las dos amigas estaban en medio de su viaje, cada una sintiendo a su manera una conexión directa con el universo, cuando les entró un hambre bestial; podrían haberse comido una hiena entera. Les sirvieron unos tacos de carne de cerdo sobre una mesita del jardín. Comenzaron a comer con ansias, pero Viviana se levantó de su silla bruscamente: de un árbol cercano había caído sobre la mesa una oruga verde. Tatiana, sin pensar, la tomó con la mano, la metió en uno de sus tacos, y le dio una mordida.

—Viscoso pero sabroso —dijo, mientras masticaba ese taco de cerdo con gusano. 

Viviana le quitó lo que quedaba de su taco y se lo metió a la boca, masticando lo más rápido posible para evitar pensar en lo que estaba haciendo. Inmediatamente les comenzó un ataque de risa que les duró unos diez minutos. Luego vomitaron dos o tres veces y se quedaron profundamente dormidas sobre los colchones del campamento. 

Viviana durmió diez horas seguidas y, por primera vez en su vida, despertó con una sonrisa. «Buenos días mundo!», la escuchó Tatiana proclamar con entusiasmo al despertar esa mañana.

FIN

Thursday, March 02, 2023

Una carrera hasta el mar

La carrera al mar fue nuestro juego favorito durante tres veranos seguidos. Andrea y yo éramos grandes corredores. Ella era rápida para ser una chica, me ganaba todas las veces, a pesar de ese problema que tenía en los huesos corría más rápido que nadie. La conocí en un pueblo de pescadores en la costa de Quintana Roo, a unos kilómetros de Chetumal. Ahí teníamos una casa que había pertenecido a mis abuelos y a la que íbamos todos los veranos para escapar del frenesí de la Ciudad de México. Andrea vivía en ese pueblo con su hermano mayor y sus padres. La carrera al mar nos divertía muchísimo; madrugábamos sólo para la carrera, el momento perfecto era el amanecer o la última hora de la tarde cuando al sol rojo ya se lo había tragado el mar y no podía cegarnos. Fue nuestro juego favorito hasta que pasó lo de la estrella. Entonces cambiamos de juego.

Una tarde, después de nuestra carrera, caminábamos de regreso por la costa cuando vimos una estrella fugaz. Parecía que había caído cerca de nosotros, en el mar. Andrea corrió por un sendero que llevaba a una playa pequeñita, en la misma dirección en la que habíamos visto la estrella caer. Yo la seguí, estaba acostumbrado a correr detrás de ella, me gustaba ver el vaivén de su melena negra frente a mí. Era un lugar romántico al que iban las parejas para ver el atardecer. Andrea estaba sentada en la arena, junto a sus zapatos, estudiando atentamente un objeto que tenía en sus manos. Era un anillo muy bonito con un montón de diamantes finos. Parecía de verdad, no una de esas joyas de fantasía que uno conseguía en el mercado por menos de lo que costaba un kilo de Merluza. ¡Qué suerte la nuestra! Habíamos encontrado un tesoro gracias a la estrella.

Al día siguiente regresamos a la misma playa para ver si encontrábamos más cosas. Todavía no podíamos creer lo que había pasado la tarde anterior. Me llevé un viejo detector de metal que había pertenecido a mi abuelo. Andrea traía el anillo en el bolso de su pantalón y lo tocaba de vez en cuando para asegurarse de que siguiera ahí. Vimos a un señor con una nariz larga y una enorme papada, como un pelícano. Estaba dando vueltas y vueltas en el mismo sitio. Era claro que él también estaba buscando algo en la arena. Cuando nos vio, nos preguntó por el anillo. Había perdido la sortija la tarde anterior, cuando iba a proponerle matrimonio a su novia. Andrea y yo nos miramos a los ojos sin saber qué hacer. Yo me adelanté a contestar, cortándole la palabra a Andrea. Dije que nosotros no habíamos visto nada. Esa tarde le ayudamos al señor a buscar su anillo perdido unas horas. Luego nos fuimos a la casa de Andrea con el anillo en la bolsa y una propina que nos dejó el señor pelícano por nuestra ayuda inútil.

Le contamos lo sucedido a Ignacio, el hermano mayor de Andrea. Se rió de nuestra historia y sugirió que regresáramos el anillo, pero ya era muy tarde. Iba a ser imposible encontrar de nuevo al señor ese. Ignacio usaba una silla de ruedas desde hacía unos años por un problema que tenía en sus huesos, era lo mismo que tenía Andrea. A pesar de su enfermedad, él podía manejar y se movía a todos lados en su pickup verde. Esa tarde Ignacio se fue con el anillo a Chetumal y regresó con un fajo de billetes. Lo había vendido en una joyería en el centro. Nos dividimos el dinero en dos, y le dimos algo a él en agradecimiento. Esa lana le serviría para su tratamiento: estaba terminando de pagar una terapia para fortalecer sus piernas. Su doctor le había dicho que ya pronto podría caminar de nuevo.

Desde ese día, Andrea y yo cambiamos de juego. El nuevo juego era mucho más gratificante que correr rumbo al mar hasta cansarnos. Ahora buscábamos objetos perdidos en las playas aledañas. Imaginábamos a sus dueños y nos divertíamos inventando historias de sus vidas. Éramos como los pescadores que veíamos a veces en el mar, cerca de la línea del horizonte. Echábamos nuestras redes en las playas, con paciencia. Madrugábamos para encontrar las playas frescas, con la basura de la noche anterior y, con algo de suerte, algunas cosas valiosas que la gente dejaba olvidadas. Fuimos varios días a pescar en la arena, pero no volvimos a encontrar nada tan valioso como ese anillo de diamantes.

Ignacio hizo un festejo en su casa para celebrar que ya podía caminar de nuevo. Había terminado rápido con la terapia gracias al fajo de billetes que Andrea y yo le habíamos regalado. Al final se lo habíamos dado todo para limpiarnos la conciencia. El doctor de Ignacio era el invitado de honor aquella tarde. Había venido desde Chetumal con su prometida a festejar la recuperación de su paciente. Andrea me volteó a ver con los ojos bien abiertos, haciéndome una seña para que me diera la vuelta. Un doctor con cara de pelícano había llegado a la fiesta.

—Mira amor, estos son los niños que me ayudaron a buscar el anillo —dijo el doctor a su pareja, acercándose a nosotros.
—Hola señor, ¡qué coincidencia!, ¿encontró siempre el anillo que buscaba? —le respondí tratando de no sonar cínico.
—No mijo, ya no pude encontrar ese anillo. Pero eso ya no importa. Compré otro, uno con más diamantes. ¡Y Danielita, aquí, me dió el sí! Eso es lo que importa.

Fue un festejo lindo. Todos estaban muy felices por Ignacio esa tarde. A mí me comenzaba ya ese dolor de panza que conocía muy bien, era como un presagio de que ya se estaba acabando el verano. En unos días empacaríamos nuestras cosas y nos subiríamos a nuestra mini van rumbo a la ciudad.

Una última carrera al mar, como siempre, antes de despedirnos y volver a nuestras vidas normales. Andrea se detuvo a la mitad del camino, le dolían mucho las piernas y dijo que ya no podía más. Era la primera vez que la veía cansada. Más bien, adolorida. Me preocupó un poco verla así: eso mismo le había pasado a su hermano unos años antes. Así habían comenzado sus problemas con las piernas. Vimos otra estrella fugaz, una muy radiante, pues la pudimos ver aunque todavía no era de noche. Bajamos juntos a la playa. Esa vez no encontramos ningún diamante, pero Andrea se me acercó y me dio un beso. Era la primera vez que yo sentía la humedad de unos labios en los míos. Le prometí a Andrea que volvería. Todos los veranos de mi vida.

Llevo diez meses juntando dinero en caso de que Andrea necesite una terapia como la de su hermano Ignacio. Me voy los fines de semana a pescar al metro en la hora pico, en la estación Norte 45. Es esa estación del ícono rojo con una estrella. Mi estrella fugaz. Me encuentro de todo: relojes, carteras y en ocasiones hasta celulares. A veces tengo que echarme unas carreras hacia el mar de gente, para perderme. Corro fuerte, como en el verano, siguiendo el vaivén de la melena juguetona de Andrea hacia el mar.

Tuesday, February 28, 2023

Los últimos días


Los últimos días de vacaciones no deberían de existir. No sirven para nada, nada más para ponerse uno nostálgico. Para mí lo peor de todo son las despedidas, y el silencio pesado del viaje de regreso, de vuelta al mundo real. De vuelta a caminar con prisa, a usar zapatos cerrados y pantalones largos, a que los días se parezcan a cualquier otro, sin el asombro diario ante la inmensidad del mar.

Tuesday, February 21, 2023

Míster Carnes

Hacía ya casi cuarenta años desde que mi padre me había pasado la carnicería. Yo no se la podía dejar a cualquier persona. Debía de ser alguien especial, eso lo sabía. Pero no tenía ningún candidato todavía.

Yo le había ayudado a mi padre desde que era un niño. Me sentaba en un banquito alto en frente de la vitrina de las carnes con un matamoscas azul en la mano. Mi trabajo era espantar a esas moscas regordetas que entraban volando al local por la puerta de enfrente para posarse sobre un lomo o sobre un pedazo de costillas. Les daba sus buenos raquetazos a esas moscas golosas, y las tiraba al piso ya medio muertas, dando sus últimas patadas antes de dejar de respirar. Luego crecí y mi padre me hizo su asistente. En esos años aprendí todo sobre Míster Carnes. Después de un tiempo, cuando murió mi viejo, me tocó a mí ser el carnicero. Pasé casi cuarenta años en ese mismo local frente a la plaza. Todos los días, hasta los domingos. Ganándome la vida. 

Después de tantos años ya me tocaba a mí retirarme. No aguantaba la espalda de tanto cargar bultos, además traía un dolor en el hombro derecho que no se me quitaba ni con acupuntura. Mis dos hijos se habían ido del pueblo para estudiar. Ninguno de los dos quería quedarse con el negocio, decían que estaban muy ocupados con sus vidas en la ciudad. 

Yo no estaba durmiendo bien esos días. Me dolía la panza nada más pensar en que quizás tendría que cerrar Míster Carnes después de haberle dedicado toda una vida a ese negocio. Mis clientes se perderían y se acabaría la tradición de la familia. Luego estaba lo de mi hijo Víctor, el menor: me salió con que era vegano. Decía que ya no comía carne, el muy cabrón. Yo me retorcía en la cama del coraje, en silencio para no despertar a mi esposa. Me daban las cuatro o cinco de la mañana con el ojo pelón, y ya mejor me levantaba para empezar el día.

Un martillazo. ¡Plum! Bien dado en el centro de un pedazo de cuadril de res. ¡Paf! La carne debía estar bien jugosa, y se aplastaba con el mazo para hacer unos bistecs suaves y alargados. El secreto de mis famosos bistecs de res era que la carne estuviera bien jugosa, con mucha sangre. ¡Plum! Unas gotitas de sangre salían disparadas al aire en todas las direcciones. Un grupo de gotas rojas se estampaba casi siempre en el mismo lugar: en la pared que estaba junto a la mesa de trabajo. Se embarraban sobre una mancha de sangre seca, debajo de un calendario con fotos de vacas felices pastando en los Alpes.

—Buenos días, vengo por los bistecs de la señora Sara —anunció un cliente que acababa de entrar, vestido para ir a jugar tenis, todo de blanco: playera polo, shorts, calcetines y zapatos blancos.
—Ya casi están listos Rafa —Lo reconocí por su voz. Era Rafa, el hijo de doña Sara.
—También le traigo el catálogo de Avon para su señora —dijo Rafa mientras dejaba el catálogo sobre la vitrina de las carnes—. Hay unos perfumes muy buenos y baratos este mes.

¡Plaf! Otro grupo de gotitas, de un rojo todavía más intenso, salieron volando más alto que de costumbre. Casi a la altura de la estampita que había colgado mi esposa en la pared: una de un santo sobre un caballo blanco picándole la cabeza a un dragón con una lanza. Unas gotitas cruzaron el aire sobre la vitrina de las carnes y se estrellaron en la playera blanca de Rafa. Otras más cayeron en sus calcetines blancos con una doble u roja en los lados. Rafa no se dio cuenta de aquellas manchas espantosas en su ropa. Estaba distraído viendo el fútbol en una televisión chiquita que colgaba en una esquina del cuarto.

Hice una pausa para descansar el hombro y miré detenidamente a Rafa. Estaba ahí de pie, esperando pacientemente, con su traje blanco de tenista. Impecable. Excepto por esa mancha de sangre de vaca en su playera y sus calcetines. En ese momento me llegó la inspiración como un relámpago. Comprendí el significado de aquel accidente con las gotitas de sangre. Era una señal de Dios. Una epifanía, como decía el padre Manuel. Rafa era el elegido para quedarse con el negocio. Había recibido ahí mismo su bautismo de sangre. 

Todo tenía mucho sentido: Rafa era un muchacho muy trabajador, andaba siempre de casa en casa vendiendo sus cremas y sus perfumes. Y era además un muchacho muy disciplinado. El tenis lo había preparado para su verdadera vocación: la carnicería. No tendría ningún problema con el matamoscas, que pesaba mucho menos que una raqueta de grafito. Y sus hombros, tan fuertes de tanto ejercicio, aguantarían muchas décadas de trabajo sin darle molestias, como me había pasado a mí. Sólo era cuestión de que trabajara unos meses como mi asistente para ir aprendiendo los detalles del oficio, y luego podría seguir él solito con la tradición de Míster Carnes.

Esa noche dormí como un bebé. 

Al día siguiente fui a hablar con doña Sara. Resultó que Rafa también era vegano. Ese fue el día en que me comenzó la temblorina en el ojo izquierdo.