Tuesday, February 21, 2023

Míster Carnes

Hacía ya casi cuarenta años desde que mi padre me había pasado la carnicería. Yo no se la podía dejar a cualquier persona. Debía de ser alguien especial, eso lo sabía. Pero no tenía ningún candidato todavía.

Yo le había ayudado a mi padre desde que era un niño. Me sentaba en un banquito alto en frente de la vitrina de las carnes con un matamoscas azul en la mano. Mi trabajo era espantar a esas moscas regordetas que entraban volando al local por la puerta de enfrente para posarse sobre un lomo o sobre un pedazo de costillas. Les daba sus buenos raquetazos a esas moscas golosas, y las tiraba al piso ya medio muertas, dando sus últimas patadas antes de dejar de respirar. Luego crecí y mi padre me hizo su asistente. En esos años aprendí todo sobre Míster Carnes. Después de un tiempo, cuando murió mi viejo, me tocó a mí ser el carnicero. Pasé casi cuarenta años en ese mismo local frente a la plaza. Todos los días, hasta los domingos. Ganándome la vida. 

Después de tantos años ya me tocaba a mí retirarme. No aguantaba la espalda de tanto cargar bultos, además traía un dolor en el hombro derecho que no se me quitaba ni con acupuntura. Mis dos hijos se habían ido del pueblo para estudiar. Ninguno de los dos quería quedarse con el negocio, decían que estaban muy ocupados con sus vidas en la ciudad. 

Yo no estaba durmiendo bien esos días. Me dolía la panza nada más pensar en que quizás tendría que cerrar Míster Carnes después de haberle dedicado toda una vida a ese negocio. Mis clientes se perderían y se acabaría la tradición de la familia. Luego estaba lo de mi hijo Víctor, el menor: me salió con que era vegano. Decía que ya no comía carne, el muy cabrón. Yo me retorcía en la cama del coraje, en silencio para no despertar a mi esposa. Me daban las cuatro o cinco de la mañana con el ojo pelón, y ya mejor me levantaba para empezar el día.

Un martillazo. ¡Plum! Bien dado en el centro de un pedazo de cuadril de res. ¡Paf! La carne debía estar bien jugosa, y se aplastaba con el mazo para hacer unos bistecs suaves y alargados. El secreto de mis famosos bistecs de res era que la carne estuviera bien jugosa, con mucha sangre. ¡Plum! Unas gotitas de sangre salían disparadas al aire en todas las direcciones. Un grupo de gotas rojas se estampaba casi siempre en el mismo lugar: en la pared que estaba junto a la mesa de trabajo. Se embarraban sobre una mancha de sangre seca, debajo de un calendario con fotos de vacas felices pastando en los Alpes.

—Buenos días, vengo por los bistecs de la señora Sara —anunció un cliente que acababa de entrar, vestido para ir a jugar tenis, todo de blanco: playera polo, shorts, calcetines y zapatos blancos.
—Ya casi están listos Rafa —Lo reconocí por su voz. Era Rafa, el hijo de doña Sara.
—También le traigo el catálogo de Avon para su señora —dijo Rafa mientras dejaba el catálogo sobre la vitrina de las carnes—. Hay unos perfumes muy buenos y baratos este mes.

¡Plaf! Otro grupo de gotitas, de un rojo todavía más intenso, salieron volando más alto que de costumbre. Casi a la altura de la estampita que había colgado mi esposa en la pared: una de un santo sobre un caballo blanco picándole la cabeza a un dragón con una lanza. Unas gotitas cruzaron el aire sobre la vitrina de las carnes y se estrellaron en la playera blanca de Rafa. Otras más cayeron en sus calcetines blancos con una doble u roja en los lados. Rafa no se dio cuenta de aquellas manchas espantosas en su ropa. Estaba distraído viendo el fútbol en una televisión chiquita que colgaba en una esquina del cuarto.

Hice una pausa para descansar el hombro y miré detenidamente a Rafa. Estaba ahí de pie, esperando pacientemente, con su traje blanco de tenista. Impecable. Excepto por esa mancha de sangre de vaca en su playera y sus calcetines. En ese momento me llegó la inspiración como un relámpago. Comprendí el significado de aquel accidente con las gotitas de sangre. Era una señal de Dios. Una epifanía, como decía el padre Manuel. Rafa era el elegido para quedarse con el negocio. Había recibido ahí mismo su bautismo de sangre. 

Todo tenía mucho sentido: Rafa era un muchacho muy trabajador, andaba siempre de casa en casa vendiendo sus cremas y sus perfumes. Y era además un muchacho muy disciplinado. El tenis lo había preparado para su verdadera vocación: la carnicería. No tendría ningún problema con el matamoscas, que pesaba mucho menos que una raqueta de grafito. Y sus hombros, tan fuertes de tanto ejercicio, aguantarían muchas décadas de trabajo sin darle molestias, como me había pasado a mí. Sólo era cuestión de que trabajara unos meses como mi asistente para ir aprendiendo los detalles del oficio, y luego podría seguir él solito con la tradición de Míster Carnes.

Esa noche dormí como un bebé. 

Al día siguiente fui a hablar con doña Sara. Resultó que Rafa también era vegano. Ese fue el día en que me comenzó la temblorina en el ojo izquierdo.

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