Wednesday, March 29, 2023

La nota

Aarón bostezó de nuevo, cerró su libro de historietas y lo dejó sobre su mesita de noche, junto a un montón de tubos de esmalte de uñas y cremas faciales. Eran los cosméticos de su prima Alejandra, con quien compartía su cuarto desde hacía seis meses. Se puso sus audífonos y comenzó a escuchar un álbum de Gun’s and Roses. Miró el sostén rojo que colgaba del pilar de la cama de su prima, se metió un poco más en su cobija y cerró los ojos.

Alejandra se quedaría con sus tíos por un tiempo indefinido. Hasta que su madre regresara de la clínica de rehabilitación Nuevos Caminos. Los padres de Aarón intuían que no había sido una buena idea juntar a los primos en el mismo cuarto, pero no habían tenido otra alternativa; solo contaban con un dormitorio para los dos adolescentes.

Esa mañana Aarón y su prima llegaron a la preparatoria juntos, como de costumbre. Aarón repasaba en su mente una lista de estructuras celulares para su examen de biología. Al abrir su casillero un papelito cuadrado salió volando y aterrizó frente a sus pies. Parecía ser una nota escrita a mano.

—¡Mierda!, ¿qué chingados es esto? , ¿quién? —murmuró Aarón nervioso mientras leía la nota. Hizo una bola pequeña con el papel y se lo metió deprisa al bolsillo del pantalón.

—¿Qué pasó, Aarón?, te noto un poco tenso. No me digas que otra vez no estudiaste para el examen. —Omar, su mejor amigo, no había alcanzado a ver la nota. Solo había visto a Aarón enderezarse con una expresión de asco en la cara, como si acabara de abrirle el pecho a una rana de laboratorio.

—Ahorita vengo, wey. Creo que estoy en problemas. Necesito encontrar a mi prima antes de que... —Aarón se dio cuenta de que estaba diciendo demasiado—. Te veo al rato.

Omar se quedó en medio del pasillo, confundido, viendo a su amigo alejarse de prisa.

Alejandra no contestaba a sus mensajes de texto. Aarón llevaba ya un buen rato buscándola por todos lados. Iba y venía por los largos pasillos de la preparatoria. Sentía las miradas de sus compañeros vigilándolo, como si todos supieran las cosas terribles que había hecho. «No es posible, no, no. Nadie sabe. Cálmate Aarón, hay que encontrar a Alejandra». Respiró profundamente y decidió continuar con su búsqueda en la capilla, al fondo del patio.

Le llegó un nuevo mensaje de texto, era de Omar, su mejor amigo. Lo ignoró; no tenía cabeza para otra cosa que no fuera encontrar a su prima. Se detuvo frente a una pesada puerta de madera con una cruz de vidrio en el centro. Nada más ver el símbolo cristiano, Aarón sintió un malestar general; algo en su interior le decía que no era digno de entrar a ese lugar. Ni tampoco su prima. Todo eso era culpa de Alejandra. De su risita traicionera y sus estúpidas tangas de colores.

Aarón se acercó a su banca de siempre, pegada a la pared trasera de la nave central. No había encontrado a su prima en la capilla, pero pensó que le vendría bien un descanso; necesitaba calmarse. Comprobó nuevamente que no hubiera nadie más ahí y se tumbó en la banca. Estaba exhausto.

—¿En qué chingados estabas pensando, pendejo? —se dijo a sí mismo en voz baja, sosteniendo su cabeza con las dos manos—, ¿no te bastó con agarrarle las tetas esa noche, verdad?, y luego robarle sus calzones, ya ni la chingas, cabrón, ¡es tu prima, pinche puerco!, ¿y en qué momento de estupidez se te ocurrió tomar esas malditas fotos? Ya valió madre, todos se van a enterar. Ay, Diosito ayúdame por favor…

—¿De qué tipo de fotos estamos hablando, señor Gutiérrez? —dijo una voz grave proveniente de la sacristía. El padre Mario apareció de repente y se acercó a Aarón. Se sentó a su lado, con la calma de un viejo sacerdote que conoce bien su oficio—. ¿Se puede saber de qué estabas hablando hace un momento, hijo?

—Hola, padre. No lo había visto —dijo Aarón tartamudeando—. No, no es nada. Es solo una tontería. Me tengo que ir. Disculpe. —Salió de la capilla con movimientos torpes, preguntándose si no había sido quizás muy irrespetuoso con el padre Mario.

Aarón entró de nuevo al edificio principal con la esperanza de encontrar a su prima. En ese preciso momento entraron sus padres por la puerta de enfrente y se dirigieron a la oficina del director. «¡Justo lo que me faltaba! —pensó desesperado al notar la presencia de sus padres—, de seguro ya se corrió la voz y los mandaron llamar. ¡Me van a matar!». Pensó en escapar, llenar una maleta de ropa y agarrar un camión a otra ciudad. Comenzar una vida nueva… Se escondió en un aula y decidió contarle todo a Alejandra en un mensaje: “¡Perdóname, prima! Nos descubrieron. Fue mi culpa, saqué unas fotos sin que te dieras cuenta, perdón”.

Después de unos minutos se comenzó a preguntar por qué todavía no lo habían llamado a la oficina del director. Alejandra todavía no había leído su último mensaje. Pensó en borrarlo. Le temblaron las manos. Exhaló y guardó su teléfono. ¿En dónde se estaba escondiendo su prima?

Se dio por vencido y decidió entregarse a las autoridades.

Los padres de Aarón estaban en una reunión con el director del colegio. Alejandra estaba con ellos en la pequeña oficina de la dirección. Discutían una broma pesada que la adolescente había hecho el día anterior, metiendo notas misteriosas en todos los casilleros del colegio. Sobre el escritorio estaba la evidencia: decenas de papelitos cuadrados con una frase escrita a mano: “¡Sé lo que hiciste, cabrón!”. De pronto se abrió la puerta de la dirección y entró un chico con los ojos rojos e hinchados. Era Aarón.

—¡Solo fue una vez!, ¡perdón! —dijo arrepentido—. Solo le agarré las tetas, no pasó nada más, ¡lo juro! Ni siquiera nos quitamos la ropa. Aquí traigo sus calzones rositas, ya no los quiero. —Hizo una pausa para sacar algo de su mochila y notó que su prima estaba en la habitación—. Alejandra, tú cuéntales, tienen que creernos. No lo volveré a hacer. ¡Lo prometo!

FIN

Tuesday, March 21, 2023

Adiós, Abel

Nadie se animó a decir una sola palabra durante la cena. Jorgito, mi hijo, ni siquiera tocó su plato de albóndigas. Mi esposa me miró con unos ojos de «déjalo, mi amor, está triste», mientras me acariciaba la rodilla por debajo de la mesa. Jorgito estaba muy apachurrado desde la muerte de Croqueta, su cucaracha. Todavía no les habíamos contado a los niños lo de su primo Abel. ¿Cómo darles una noticia así a las criaturas?, cuando justo acababan de despedir a su querida mascota. Sería como volverles a pisotear sus frágiles corazones a los inocentes. Decidimos que lo mejor sería esperar unos días más, o unos años…

El funeral que le hicimos a Croqueta en nuestro jardín le sirvió a Jorgito de catarsis. El pobre aún no podía hacerse a la idea de nunca más jugar con ella. Su muerte tan repentina nos había pegado muy fuerte a todos; se nos fue cuando apenas era una cría. Mi esposa y yo tuvimos que aguantarnos las ganas de llorar durante la ceremonia improvisada. Por los niños más que nada: no queríamos que nos vieran vulnerables, pero en el fondo nos afligía bastante la ausencia de Croqueta. Y la de Abel. ¿Cómo habría sido el funeral de Abel, mi sobrino? Se había ahogado unos meses atrás en un accidente en la piscina de su casa. Yo de plano no pude ir a la ceremonia; mandé a mi esposa sola y me llevé a los niños a pasar la tarde en un parque cercano. Ellos todavía no se enteraban de lo que le había pasado a su primo. 

Con el calor que hacía el día del entierro de Croqueta, no tardaron los gatos y los perros en salir de sus escondites, olisqueando el jardín con sus narices repugnantes. Un perro flaco y lampiño se acercó al bulto de tierra que cubría su cadáver. Jorgito lo vio y se soltó llorando de nuevo, pidiéndome entre sollozos que por favor hiciera algo. Fui por el mataperros verde que solíamos guardar en un cajón de la cocina y le di un tiro al animalejo ese. Los otros perros salieron huyendo, espantados por el estruendo del disparo.

Por tercera noche consecutiva me despertó un leve pero constante zumbido en el oído. Lancé un manotazo al aire sin abrir los ojos y el molesto ronroneo cesó por un momento. Otra vez se nos había metido un maldito gato por la ventana y otra vez no me dejaba dormir. Era culpa de mi esposa, Abril. De seguro habría dejado abierta alguna ventana de nuevo. Pensé que sería bueno instalar unas mallas gateras, como las que tenía mi madre en todas las ventanas de su casa. Cerré los ojos con más fuerza todavía, y comencé mis ejercicios de respiración para relajarme. Pero no sirvieron de nada; no podía dejar de pensar esa noche. Tenía que encontrar una manera de contarle a los niños la noticia de su primo Abel.

—¡Miren, niños!, miren a quién me encontré esta mañana en el jardín —dije con un tono fingido de sorpresa, mientras les mostraba a mis hijos una cucaracha que había comprado esa mañana en la tienda de mascotas.

—¿Es en serio, papá?, ¿eres tú, Croqueta? —gritó Jorgito emocionado.

—Las cucarachas son unos animalitos muy resistentes; se pueden recuperar hasta de una explosión nuclear —expliqué—. Croqueta logró salir de su tumba y la encontré hoy dando vueltas en el jardín. Cuídenla mucho esta vez, niños, recuerden que hay que tener mucho cuidado al caminar por la casa. —Los niños, sonrientes, se llevaron a Croqueta a su cuarto y la acomodaron en su camita. Abril entró a la sala en silencio. Había escuchado mi conversación con los niños. Algo en su mirada me decía que no estaba de acuerdo con lo que yo había hecho.

—A ver cómo le haces para resucitar también a Abel.

Se tumbó en el sillón y prendió la tele.

El calor que se sentía esos días de primavera los hacía insoportables, y todavía ni siquiera había comenzado el verano. «¡Dios mío!, qué vamos a hacer en el verano», pensé. Los días más calientes del año los solíamos pasar en la piscina de mi hermana, hasta que hace unos meses se le ahogó su hijito, Abel. Ahora la piscina estaba seca, con veladoras y restos de arreglos florales carcomidos por los perros y los gatos. «¿A dónde irán esos bichos en invierno? —continué reflexionando mientras barría el polvo del patio bajo el sol del mediodía—. No tengo la menor idea. Yo creo que se mueren, o quizás se entierran en algún lugar cálido y oscuro después de poner sus huevecillos entre las plantas. Son peores que las ratas, esos hijos de perra».

—Andas muy gruñón últimamente, cariño. ¿Estás seguro de que no quieres hablar con el doctor que atiende a tu hermana? No tiene nada de malo buscar ayuda, es normal tener estrés.

—Ya te dije cuarenta mil veces que estoy bien, gorda. No necesito hablar con nadie —le respondí a Abril y le di un beso en la frente—, mejor ve y llama a los niños para terminar con esto de una vez por todas.

Abril sentó a los niños en los banquitos de la barra de la cocina, y comenzó:

—Niños, su papá y yo tenemos algo muy importante que decirles. —Me dio un empujoncito en la espalda para que tomara la palabra.

—Sí, sí, ¿cómo empezar? —dije tartamudeando—, ¡pues, nos vamos a Disneylandia!, en las vacaciones de semana santa, ¿qué les parece, chicos?

—¡Un momento! —interrumpió Abril antes de que los niños pudieran responder—, su padre tiene algo muy importante que decirles acerca de su primo Abel. —Me lanzó una mirada severa, la cosa iba en serio.

—Su primo Abel, se fue. —Una gota de sudor me comenzó a escurrir por la frente, mis manos jugaban nerviosas con una pistolita verde, me distraje viendo el jardín por la ventana—, se fue a estudiar lejos; a Inglaterra.

—Pero Abel tiene apenas ocho años —dijo Jorgito confundido. Un grupo de perros se congregaba en el jardín.

—Se fue a un internado —respondí nervioso—, para aprender inglés. Y por eso no sabremos nada de él durante un buen rato...

No pude quedarme ahí un segundo más y salí al jardín deprisa. Esos perros malditos habían desenterrado a Croqueta y estaban arrancándole sus patitas.

—¡Ahora sí sabrán lo que es sufrir, desgraciados!

Les di de tiros ahí mismo, y les seguí disparando mientras huían.

—¡Váyanse al infierno!

Les disparé hasta cansarme, y les seguí gritando aunque ya no se estuvieran moviendo.

—¡Muéranse, pinches perros!, ¡púdranse!, ¡ahóguense en una piscina!, ¡inúndense los pulmones de agua con cloro y orínes!,  ¡quédense ahí flotando hasta que se les ponga la cara morada!, ¡malnacidos!

Abril y los niños salieron al jardín y nos abrazamos en silencio.

FIN

Wednesday, March 15, 2023

La boda del amigo

Ernesto Santiago decidió no llevar acompañante a la boda de Beto y Carla. No estaba saliendo con nadie por el momento y no quiso molestar a ninguna de sus exes en un fin de semana tan competido. Estaba iniciando el verano. A él normalmente le encantaban las fiestas y los eventos sociales, pero esa noche sentía que algo le incomodaba. Se revisó el pantalon de su traje de sastre para ver si no estaba muy ajustado. No era la ropa lo que le causaba esa opresión en el estómago.

Estaba sentado en la mesa de siempre, la de los cuates: con sus mejores amigos y sus esposas. Y en medio de esas tres parejas estaba, como siempre, él. Ernesto Santiago, acompañado de una esbelta copa de Martini. La noche era perfecta para celebrar una fiesta al aire libre. La luna llena iluminaba los jardines del club campestre y de vez en cuando se colaba entre las mesas un viento refrescante. Beto era el último en casarse de su grupo de amigos —excluyéndolo a él, por supuesto—. Todos pasaban de los treinta años y tenían buenos trabajos en la ciudad.

—Ya sólo faltas tú Ernesto Santiago —le dijo su amigo mientras palmeaba su espalda con cariño.
—No empieces David, ya sabes que eso del amor a mí no se me da. Yo jamás me voy a casar. Mejor cuéntame. ¿Cómo van las cosas con ese negocio en Espa… —Las notas de la primera canción de la noche lo interrumpieron. Era una balada romántica que invitaba a las parejas a la pista de baile.
—Perdón wey, el deber me llama. Ahorita regresamos —dijo David, disculpándose por dejarlo solo en la mesa para ir a bailar con su esposa.

Ernesto Santiago le dio un trago a su copa y miró a su alrededor. Su mesa se había vaciado en cuestión de segundos. Muchos habían respondido también al llamado de la música. Decidió ir a dar una vuelta por las demás mesas, a ver si encontraba a alguien interesante para platicar un rato, o con algo de suerte, hasta para bailar. Comprobó la exactitud de su peinado, llevando la mano con cuidado desde su frente hasta su nuca. Dio un respiro profundo, sonrió, y se levantó de su asiento. Vio a lo lejos a una mujer muy guapa sentada en una mesa vacía. Era una prima de su amigo Beto. La que se había divorciado recientemente. La había visto en algunas ocasiones, pero nunca había hablado con ella. Le pareció muy atractiva esa noche, llevaba un vestido rojo entallado que le resaltaba su figura. La prima de Beto se levantó de su mesa y comenzó a bailar sola. Ernesto Santiago no sabía si acercarse a ella o no. Parecía que la estaba pasando muy bien consigo misma. Al final decidió no molestarla y se fue al bar para servirse otro trago.

Encontró un área muy bonita con mesitas en un jardín aledaño, ideal para descansar los oídos. Ahí estaba sentado solo un hombre mayor, fumándose un puro. Le pidió permiso para hacerle compañía. Era un tío de su amigo Beto, el de la boda. Estuvieron ahí platicando un buen rato bajo la luz de la luna. Hablaron de whiskey, de ópera, de la difunta esposa del tío y lo mucho que la extrañaba… Resultó que la atractiva mujer del vestido rojo era su hija, Soledad. Después de unos cuantos tragos, Ernesto Santiago le agradeció al señor por su grata compañía y regresó al jardín principal. La noche ya había valido la pena.

Más tarde, cuando comenzó la salsa, Ernesto Santiago se plantó delante de Soledad y le ofreció su mano derecha, sonriente. Bailaron hasta que se les acabó la fiesta, con sus respectivas pausas para tomar algo e ir a saludar a los novios.

Al día siguiente Ernesto Santiago se levantó con cautela de su cama, recogió del piso un vestido rojo, lo dobló, lo colocó sobre una silla, y se fue de puntitas a la cocina a preparar el desayuno. Después de desayunar con Soledad, le dio las gracias por la noche que pasaron juntos y sugirió que se volvieran a ver. Intercambiaron sus teléfonos y se despidieron con un beso en los labios. 

Ya solo en su departamento, Ernesto Santiago sacó de su armario un kit de caligrafía y comenzó a escribir una nota de agradecimiento para Beto y Carla por la boda: «…por cierto, he decidido que me voy a casar el año que entra, en verano. Enviaré más información en las próximas semanas. Por lo pronto sepan esto: me casaré a mí mismo. Ernesto & Santiago. Save the date!»

Monday, March 06, 2023

Viviana

Hay dos historias ejemplares de transformación profunda en mi familia. Primero está el caso de Choncho, el ganso de mi tía Bety, que un día decidió que era en realidad una gansa y comenzó a poner huevos en una esquina del jardín. Luego está la historia de mi prima Viviana, a quien todo mundo sabe que es mejor mantener alejada de los gusanos, so pena de presenciar un despliegue de gritos y verle en la cara un espanto tan profundo que te lo contagia.

Digo gusanos, en general, para evitar nombrar la especie de estos bichos que se empeñaron en arruinarle la vida a mi prima. Me refiero a las larvas de los insectos del orden Lepidoptera: las orugas. Esos animalitos blandos y cilíndricos han seguido a Viviana desde sus primeros años de vida. Siempre que ella salía al jardín para jugar, en donde fuera que se instalara, ahí aparecía al menos uno de esos gusanitos verdes, arrastrándose con calma por la tierra mojada, obligando a la pequeña Viviana a continuar sus juegos en el interior. 

Viviana es una de esas personas que se despiertan todos los días de un humor terrible. Lo primero que hace cuando abre los ojos con pesar, todavía envuelta en sus sábanas tibias, es recitar una letanía de lamentos e insultos dirigidos a la pobre persona que se encuentre esa mañana junto a ella. Su esposo, Mateo, ya está más que acostumbrado a ese inofensivo exorcismo matutino de mi prima. La trata con mucho cariño, con la paciencia propia de un santo.

El jardín de la casa de mi abuelita —que se conecta con la casa de mi tía Bety, mamá de Viviana—, está lleno de plantas de todos los tipos. Hay papayas, mangos, limones, un chayote, dos aguacates, nogales, etc. Es una verdadera selva, en la que habitan muchos animalitos y una gran variedad de insectos, incluídos los susodichos gusanitos verdes. Una tarde, mientras los tres primos más pequeños jugábamos a que éramos unos huérfanos viviendo en el bosque; dos primos del grupo de “los grandes” nos sorprendieron con un palito de madera al que se había trepado una oruga mediana. La cosa escaló muy rápido. Viviana se echó a correr histérica, y la oruga la siguió por detrás, rauda, montada en su palito. Se metieron al cuarto de juegos que estaba al final del jardín. Las risas de mis primos se vieron interrumpidas por el llanto violento de Viviana. ¡Pobrecita de mi prima!, estaba inconsolable. Los agresores perdieron sus derechos de Nintendo 64 por el resto del verano. Desde entonces, Viviana juraba que podía oler a las orugas desde lejos; una habilidad que, por supuesto, nunca pudimos comprobar de manera objetiva. 

Con el paso de los años se hicieron más frecuentes las ocasiones en las que Viviana se retiraba de alguna fiesta o de algún pícnic, argumentando que le había llegado ese olor a gusano que sólo ella podía percibir. Se le notaba la incomodidad en la cara, y en la cantidad de cigarros que fumaba después para calmarse. Cuando nació su segundo hijo, Norberto, las cosas se pusieron todavía más serias. Ahora, la mera apariencia del órgano reproductor de su bebé, blando y cilíndrico, bastaba para dispararle la ansiedad. Según ella, evocaba en su forma el horror de una pequeña larva de mariposa recién nacida. Yo le ayudé a Mateo a calmar a mi prima cuando le dio el primer ataque de pánico. Acudieron a mí por ser psicólogo, y por ser primo. Ese asunto lo tratamos de manera estrictamente confidencial. Es por eso que en este relato he cambiado los nombres de los personajes, para preservar intacto el secreto profesional.

Después de unos meses en terapia con un psicólogo que le recomendé, Viviana comenzó a ver los primeros resultados: ya no tenía ningún problema con la “oruga” de su hijito. Pudo retomar la responsabilidad del cambio de pañales y los baños del bebé en su tinita. El problema fue que, ¿cómo decirlo sin sonar muy técnico?… El miedo… se transfirió, de la imagen de un gusano pequeño —que ahora le parecía inofensivo—, a la imagen de un gusano de mayor tamaño. Ya se imaginará el lector el susto que le dió a mi prima una noche, cuando ella y su inocente esposo se disponían a disfrutar de los placeres maritales. Vivieron casi un año en abstinencia forzosa, lo cual resultaba más frustrante, porque poco antes habían comenzado a intentar embarazarse de nuevo. En ese momento Viviana se dio cuenta de que la cosa no podía seguir así. Tenía que enfrentar su miedo. O morir en el intento.

Lo de experimentar con hongos alucinógenos lo sugirió Tatiana. Se le ocurrió después de que su mejor amiga fracasara en otros cinco intentos de superar su fobia. Tatiana, con su melena mayúscula y frondosa, como la de un león, acompañó a Viviana a pasar un fin de semana en un campamento terapéutico en la sierra de Oaxaca. 

Dicen que usar hongos es como hacer cinco años de psicoanálisis en una sola sentada. Los químicos que segregan las setas alteran los sentidos, de tal manera que cualquier experiencia se vuelve cien veces más intensa. 

Las dos amigas estaban en medio de su viaje, cada una sintiendo a su manera una conexión directa con el universo, cuando les entró un hambre bestial; podrían haberse comido una hiena entera. Les sirvieron unos tacos de carne de cerdo sobre una mesita del jardín. Comenzaron a comer con ansias, pero Viviana se levantó de su silla bruscamente: de un árbol cercano había caído sobre la mesa una oruga verde. Tatiana, sin pensar, la tomó con la mano, la metió en uno de sus tacos, y le dio una mordida.

—Viscoso pero sabroso —dijo, mientras masticaba ese taco de cerdo con gusano. 

Viviana le quitó lo que quedaba de su taco y se lo metió a la boca, masticando lo más rápido posible para evitar pensar en lo que estaba haciendo. Inmediatamente les comenzó un ataque de risa que les duró unos diez minutos. Luego vomitaron dos o tres veces y se quedaron profundamente dormidas sobre los colchones del campamento. 

Viviana durmió diez horas seguidas y, por primera vez en su vida, despertó con una sonrisa. «Buenos días mundo!», la escuchó Tatiana proclamar con entusiasmo al despertar esa mañana.

FIN

Thursday, March 02, 2023

Una carrera hasta el mar

La carrera al mar fue nuestro juego favorito durante tres veranos seguidos. Andrea y yo éramos grandes corredores. Ella era rápida para ser una chica, me ganaba todas las veces, a pesar de ese problema que tenía en los huesos corría más rápido que nadie. La conocí en un pueblo de pescadores en la costa de Quintana Roo, a unos kilómetros de Chetumal. Ahí teníamos una casa que había pertenecido a mis abuelos y a la que íbamos todos los veranos para escapar del frenesí de la Ciudad de México. Andrea vivía en ese pueblo con su hermano mayor y sus padres. La carrera al mar nos divertía muchísimo; madrugábamos sólo para la carrera, el momento perfecto era el amanecer o la última hora de la tarde cuando al sol rojo ya se lo había tragado el mar y no podía cegarnos. Fue nuestro juego favorito hasta que pasó lo de la estrella. Entonces cambiamos de juego.

Una tarde, después de nuestra carrera, caminábamos de regreso por la costa cuando vimos una estrella fugaz. Parecía que había caído cerca de nosotros, en el mar. Andrea corrió por un sendero que llevaba a una playa pequeñita, en la misma dirección en la que habíamos visto la estrella caer. Yo la seguí, estaba acostumbrado a correr detrás de ella, me gustaba ver el vaivén de su melena negra frente a mí. Era un lugar romántico al que iban las parejas para ver el atardecer. Andrea estaba sentada en la arena, junto a sus zapatos, estudiando atentamente un objeto que tenía en sus manos. Era un anillo muy bonito con un montón de diamantes finos. Parecía de verdad, no una de esas joyas de fantasía que uno conseguía en el mercado por menos de lo que costaba un kilo de Merluza. ¡Qué suerte la nuestra! Habíamos encontrado un tesoro gracias a la estrella.

Al día siguiente regresamos a la misma playa para ver si encontrábamos más cosas. Todavía no podíamos creer lo que había pasado la tarde anterior. Me llevé un viejo detector de metal que había pertenecido a mi abuelo. Andrea traía el anillo en el bolso de su pantalón y lo tocaba de vez en cuando para asegurarse de que siguiera ahí. Vimos a un señor con una nariz larga y una enorme papada, como un pelícano. Estaba dando vueltas y vueltas en el mismo sitio. Era claro que él también estaba buscando algo en la arena. Cuando nos vio, nos preguntó por el anillo. Había perdido la sortija la tarde anterior, cuando iba a proponerle matrimonio a su novia. Andrea y yo nos miramos a los ojos sin saber qué hacer. Yo me adelanté a contestar, cortándole la palabra a Andrea. Dije que nosotros no habíamos visto nada. Esa tarde le ayudamos al señor a buscar su anillo perdido unas horas. Luego nos fuimos a la casa de Andrea con el anillo en la bolsa y una propina que nos dejó el señor pelícano por nuestra ayuda inútil.

Le contamos lo sucedido a Ignacio, el hermano mayor de Andrea. Se rió de nuestra historia y sugirió que regresáramos el anillo, pero ya era muy tarde. Iba a ser imposible encontrar de nuevo al señor ese. Ignacio usaba una silla de ruedas desde hacía unos años por un problema que tenía en sus huesos, era lo mismo que tenía Andrea. A pesar de su enfermedad, él podía manejar y se movía a todos lados en su pickup verde. Esa tarde Ignacio se fue con el anillo a Chetumal y regresó con un fajo de billetes. Lo había vendido en una joyería en el centro. Nos dividimos el dinero en dos, y le dimos algo a él en agradecimiento. Esa lana le serviría para su tratamiento: estaba terminando de pagar una terapia para fortalecer sus piernas. Su doctor le había dicho que ya pronto podría caminar de nuevo.

Desde ese día, Andrea y yo cambiamos de juego. El nuevo juego era mucho más gratificante que correr rumbo al mar hasta cansarnos. Ahora buscábamos objetos perdidos en las playas aledañas. Imaginábamos a sus dueños y nos divertíamos inventando historias de sus vidas. Éramos como los pescadores que veíamos a veces en el mar, cerca de la línea del horizonte. Echábamos nuestras redes en las playas, con paciencia. Madrugábamos para encontrar las playas frescas, con la basura de la noche anterior y, con algo de suerte, algunas cosas valiosas que la gente dejaba olvidadas. Fuimos varios días a pescar en la arena, pero no volvimos a encontrar nada tan valioso como ese anillo de diamantes.

Ignacio hizo un festejo en su casa para celebrar que ya podía caminar de nuevo. Había terminado rápido con la terapia gracias al fajo de billetes que Andrea y yo le habíamos regalado. Al final se lo habíamos dado todo para limpiarnos la conciencia. El doctor de Ignacio era el invitado de honor aquella tarde. Había venido desde Chetumal con su prometida a festejar la recuperación de su paciente. Andrea me volteó a ver con los ojos bien abiertos, haciéndome una seña para que me diera la vuelta. Un doctor con cara de pelícano había llegado a la fiesta.

—Mira amor, estos son los niños que me ayudaron a buscar el anillo —dijo el doctor a su pareja, acercándose a nosotros.
—Hola señor, ¡qué coincidencia!, ¿encontró siempre el anillo que buscaba? —le respondí tratando de no sonar cínico.
—No mijo, ya no pude encontrar ese anillo. Pero eso ya no importa. Compré otro, uno con más diamantes. ¡Y Danielita, aquí, me dió el sí! Eso es lo que importa.

Fue un festejo lindo. Todos estaban muy felices por Ignacio esa tarde. A mí me comenzaba ya ese dolor de panza que conocía muy bien, era como un presagio de que ya se estaba acabando el verano. En unos días empacaríamos nuestras cosas y nos subiríamos a nuestra mini van rumbo a la ciudad.

Una última carrera al mar, como siempre, antes de despedirnos y volver a nuestras vidas normales. Andrea se detuvo a la mitad del camino, le dolían mucho las piernas y dijo que ya no podía más. Era la primera vez que la veía cansada. Más bien, adolorida. Me preocupó un poco verla así: eso mismo le había pasado a su hermano unos años antes. Así habían comenzado sus problemas con las piernas. Vimos otra estrella fugaz, una muy radiante, pues la pudimos ver aunque todavía no era de noche. Bajamos juntos a la playa. Esa vez no encontramos ningún diamante, pero Andrea se me acercó y me dio un beso. Era la primera vez que yo sentía la humedad de unos labios en los míos. Le prometí a Andrea que volvería. Todos los veranos de mi vida.

Llevo diez meses juntando dinero en caso de que Andrea necesite una terapia como la de su hermano Ignacio. Me voy los fines de semana a pescar al metro en la hora pico, en la estación Norte 45. Es esa estación del ícono rojo con una estrella. Mi estrella fugaz. Me encuentro de todo: relojes, carteras y en ocasiones hasta celulares. A veces tengo que echarme unas carreras hacia el mar de gente, para perderme. Corro fuerte, como en el verano, siguiendo el vaivén de la melena juguetona de Andrea hacia el mar.