Tuesday, March 21, 2023

Adiós, Abel

Nadie se animó a decir una sola palabra durante la cena. Jorgito, mi hijo, ni siquiera tocó su plato de albóndigas. Mi esposa me miró con unos ojos de «déjalo, mi amor, está triste», mientras me acariciaba la rodilla por debajo de la mesa. Jorgito estaba muy apachurrado desde la muerte de Croqueta, su cucaracha. Todavía no les habíamos contado a los niños lo de su primo Abel. ¿Cómo darles una noticia así a las criaturas?, cuando justo acababan de despedir a su querida mascota. Sería como volverles a pisotear sus frágiles corazones a los inocentes. Decidimos que lo mejor sería esperar unos días más, o unos años…

El funeral que le hicimos a Croqueta en nuestro jardín le sirvió a Jorgito de catarsis. El pobre aún no podía hacerse a la idea de nunca más jugar con ella. Su muerte tan repentina nos había pegado muy fuerte a todos; se nos fue cuando apenas era una cría. Mi esposa y yo tuvimos que aguantarnos las ganas de llorar durante la ceremonia improvisada. Por los niños más que nada: no queríamos que nos vieran vulnerables, pero en el fondo nos afligía bastante la ausencia de Croqueta. Y la de Abel. ¿Cómo habría sido el funeral de Abel, mi sobrino? Se había ahogado unos meses atrás en un accidente en la piscina de su casa. Yo de plano no pude ir a la ceremonia; mandé a mi esposa sola y me llevé a los niños a pasar la tarde en un parque cercano. Ellos todavía no se enteraban de lo que le había pasado a su primo. 

Con el calor que hacía el día del entierro de Croqueta, no tardaron los gatos y los perros en salir de sus escondites, olisqueando el jardín con sus narices repugnantes. Un perro flaco y lampiño se acercó al bulto de tierra que cubría su cadáver. Jorgito lo vio y se soltó llorando de nuevo, pidiéndome entre sollozos que por favor hiciera algo. Fui por el mataperros verde que solíamos guardar en un cajón de la cocina y le di un tiro al animalejo ese. Los otros perros salieron huyendo, espantados por el estruendo del disparo.

Por tercera noche consecutiva me despertó un leve pero constante zumbido en el oído. Lancé un manotazo al aire sin abrir los ojos y el molesto ronroneo cesó por un momento. Otra vez se nos había metido un maldito gato por la ventana y otra vez no me dejaba dormir. Era culpa de mi esposa, Abril. De seguro habría dejado abierta alguna ventana de nuevo. Pensé que sería bueno instalar unas mallas gateras, como las que tenía mi madre en todas las ventanas de su casa. Cerré los ojos con más fuerza todavía, y comencé mis ejercicios de respiración para relajarme. Pero no sirvieron de nada; no podía dejar de pensar esa noche. Tenía que encontrar una manera de contarle a los niños la noticia de su primo Abel.

—¡Miren, niños!, miren a quién me encontré esta mañana en el jardín —dije con un tono fingido de sorpresa, mientras les mostraba a mis hijos una cucaracha que había comprado esa mañana en la tienda de mascotas.

—¿Es en serio, papá?, ¿eres tú, Croqueta? —gritó Jorgito emocionado.

—Las cucarachas son unos animalitos muy resistentes; se pueden recuperar hasta de una explosión nuclear —expliqué—. Croqueta logró salir de su tumba y la encontré hoy dando vueltas en el jardín. Cuídenla mucho esta vez, niños, recuerden que hay que tener mucho cuidado al caminar por la casa. —Los niños, sonrientes, se llevaron a Croqueta a su cuarto y la acomodaron en su camita. Abril entró a la sala en silencio. Había escuchado mi conversación con los niños. Algo en su mirada me decía que no estaba de acuerdo con lo que yo había hecho.

—A ver cómo le haces para resucitar también a Abel.

Se tumbó en el sillón y prendió la tele.

El calor que se sentía esos días de primavera los hacía insoportables, y todavía ni siquiera había comenzado el verano. «¡Dios mío!, qué vamos a hacer en el verano», pensé. Los días más calientes del año los solíamos pasar en la piscina de mi hermana, hasta que hace unos meses se le ahogó su hijito, Abel. Ahora la piscina estaba seca, con veladoras y restos de arreglos florales carcomidos por los perros y los gatos. «¿A dónde irán esos bichos en invierno? —continué reflexionando mientras barría el polvo del patio bajo el sol del mediodía—. No tengo la menor idea. Yo creo que se mueren, o quizás se entierran en algún lugar cálido y oscuro después de poner sus huevecillos entre las plantas. Son peores que las ratas, esos hijos de perra».

—Andas muy gruñón últimamente, cariño. ¿Estás seguro de que no quieres hablar con el doctor que atiende a tu hermana? No tiene nada de malo buscar ayuda, es normal tener estrés.

—Ya te dije cuarenta mil veces que estoy bien, gorda. No necesito hablar con nadie —le respondí a Abril y le di un beso en la frente—, mejor ve y llama a los niños para terminar con esto de una vez por todas.

Abril sentó a los niños en los banquitos de la barra de la cocina, y comenzó:

—Niños, su papá y yo tenemos algo muy importante que decirles. —Me dio un empujoncito en la espalda para que tomara la palabra.

—Sí, sí, ¿cómo empezar? —dije tartamudeando—, ¡pues, nos vamos a Disneylandia!, en las vacaciones de semana santa, ¿qué les parece, chicos?

—¡Un momento! —interrumpió Abril antes de que los niños pudieran responder—, su padre tiene algo muy importante que decirles acerca de su primo Abel. —Me lanzó una mirada severa, la cosa iba en serio.

—Su primo Abel, se fue. —Una gota de sudor me comenzó a escurrir por la frente, mis manos jugaban nerviosas con una pistolita verde, me distraje viendo el jardín por la ventana—, se fue a estudiar lejos; a Inglaterra.

—Pero Abel tiene apenas ocho años —dijo Jorgito confundido. Un grupo de perros se congregaba en el jardín.

—Se fue a un internado —respondí nervioso—, para aprender inglés. Y por eso no sabremos nada de él durante un buen rato...

No pude quedarme ahí un segundo más y salí al jardín deprisa. Esos perros malditos habían desenterrado a Croqueta y estaban arrancándole sus patitas.

—¡Ahora sí sabrán lo que es sufrir, desgraciados!

Les di de tiros ahí mismo, y les seguí disparando mientras huían.

—¡Váyanse al infierno!

Les disparé hasta cansarme, y les seguí gritando aunque ya no se estuvieran moviendo.

—¡Muéranse, pinches perros!, ¡púdranse!, ¡ahóguense en una piscina!, ¡inúndense los pulmones de agua con cloro y orínes!,  ¡quédense ahí flotando hasta que se les ponga la cara morada!, ¡malnacidos!

Abril y los niños salieron al jardín y nos abrazamos en silencio.

FIN

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