Thursday, March 02, 2023

Una carrera hasta el mar

La carrera al mar fue nuestro juego favorito durante tres veranos seguidos. Andrea y yo éramos grandes corredores. Ella era rápida para ser una chica, me ganaba todas las veces, a pesar de ese problema que tenía en los huesos corría más rápido que nadie. La conocí en un pueblo de pescadores en la costa de Quintana Roo, a unos kilómetros de Chetumal. Ahí teníamos una casa que había pertenecido a mis abuelos y a la que íbamos todos los veranos para escapar del frenesí de la Ciudad de México. Andrea vivía en ese pueblo con su hermano mayor y sus padres. La carrera al mar nos divertía muchísimo; madrugábamos sólo para la carrera, el momento perfecto era el amanecer o la última hora de la tarde cuando al sol rojo ya se lo había tragado el mar y no podía cegarnos. Fue nuestro juego favorito hasta que pasó lo de la estrella. Entonces cambiamos de juego.

Una tarde, después de nuestra carrera, caminábamos de regreso por la costa cuando vimos una estrella fugaz. Parecía que había caído cerca de nosotros, en el mar. Andrea corrió por un sendero que llevaba a una playa pequeñita, en la misma dirección en la que habíamos visto la estrella caer. Yo la seguí, estaba acostumbrado a correr detrás de ella, me gustaba ver el vaivén de su melena negra frente a mí. Era un lugar romántico al que iban las parejas para ver el atardecer. Andrea estaba sentada en la arena, junto a sus zapatos, estudiando atentamente un objeto que tenía en sus manos. Era un anillo muy bonito con un montón de diamantes finos. Parecía de verdad, no una de esas joyas de fantasía que uno conseguía en el mercado por menos de lo que costaba un kilo de Merluza. ¡Qué suerte la nuestra! Habíamos encontrado un tesoro gracias a la estrella.

Al día siguiente regresamos a la misma playa para ver si encontrábamos más cosas. Todavía no podíamos creer lo que había pasado la tarde anterior. Me llevé un viejo detector de metal que había pertenecido a mi abuelo. Andrea traía el anillo en el bolso de su pantalón y lo tocaba de vez en cuando para asegurarse de que siguiera ahí. Vimos a un señor con una nariz larga y una enorme papada, como un pelícano. Estaba dando vueltas y vueltas en el mismo sitio. Era claro que él también estaba buscando algo en la arena. Cuando nos vio, nos preguntó por el anillo. Había perdido la sortija la tarde anterior, cuando iba a proponerle matrimonio a su novia. Andrea y yo nos miramos a los ojos sin saber qué hacer. Yo me adelanté a contestar, cortándole la palabra a Andrea. Dije que nosotros no habíamos visto nada. Esa tarde le ayudamos al señor a buscar su anillo perdido unas horas. Luego nos fuimos a la casa de Andrea con el anillo en la bolsa y una propina que nos dejó el señor pelícano por nuestra ayuda inútil.

Le contamos lo sucedido a Ignacio, el hermano mayor de Andrea. Se rió de nuestra historia y sugirió que regresáramos el anillo, pero ya era muy tarde. Iba a ser imposible encontrar de nuevo al señor ese. Ignacio usaba una silla de ruedas desde hacía unos años por un problema que tenía en sus huesos, era lo mismo que tenía Andrea. A pesar de su enfermedad, él podía manejar y se movía a todos lados en su pickup verde. Esa tarde Ignacio se fue con el anillo a Chetumal y regresó con un fajo de billetes. Lo había vendido en una joyería en el centro. Nos dividimos el dinero en dos, y le dimos algo a él en agradecimiento. Esa lana le serviría para su tratamiento: estaba terminando de pagar una terapia para fortalecer sus piernas. Su doctor le había dicho que ya pronto podría caminar de nuevo.

Desde ese día, Andrea y yo cambiamos de juego. El nuevo juego era mucho más gratificante que correr rumbo al mar hasta cansarnos. Ahora buscábamos objetos perdidos en las playas aledañas. Imaginábamos a sus dueños y nos divertíamos inventando historias de sus vidas. Éramos como los pescadores que veíamos a veces en el mar, cerca de la línea del horizonte. Echábamos nuestras redes en las playas, con paciencia. Madrugábamos para encontrar las playas frescas, con la basura de la noche anterior y, con algo de suerte, algunas cosas valiosas que la gente dejaba olvidadas. Fuimos varios días a pescar en la arena, pero no volvimos a encontrar nada tan valioso como ese anillo de diamantes.

Ignacio hizo un festejo en su casa para celebrar que ya podía caminar de nuevo. Había terminado rápido con la terapia gracias al fajo de billetes que Andrea y yo le habíamos regalado. Al final se lo habíamos dado todo para limpiarnos la conciencia. El doctor de Ignacio era el invitado de honor aquella tarde. Había venido desde Chetumal con su prometida a festejar la recuperación de su paciente. Andrea me volteó a ver con los ojos bien abiertos, haciéndome una seña para que me diera la vuelta. Un doctor con cara de pelícano había llegado a la fiesta.

—Mira amor, estos son los niños que me ayudaron a buscar el anillo —dijo el doctor a su pareja, acercándose a nosotros.
—Hola señor, ¡qué coincidencia!, ¿encontró siempre el anillo que buscaba? —le respondí tratando de no sonar cínico.
—No mijo, ya no pude encontrar ese anillo. Pero eso ya no importa. Compré otro, uno con más diamantes. ¡Y Danielita, aquí, me dió el sí! Eso es lo que importa.

Fue un festejo lindo. Todos estaban muy felices por Ignacio esa tarde. A mí me comenzaba ya ese dolor de panza que conocía muy bien, era como un presagio de que ya se estaba acabando el verano. En unos días empacaríamos nuestras cosas y nos subiríamos a nuestra mini van rumbo a la ciudad.

Una última carrera al mar, como siempre, antes de despedirnos y volver a nuestras vidas normales. Andrea se detuvo a la mitad del camino, le dolían mucho las piernas y dijo que ya no podía más. Era la primera vez que la veía cansada. Más bien, adolorida. Me preocupó un poco verla así: eso mismo le había pasado a su hermano unos años antes. Así habían comenzado sus problemas con las piernas. Vimos otra estrella fugaz, una muy radiante, pues la pudimos ver aunque todavía no era de noche. Bajamos juntos a la playa. Esa vez no encontramos ningún diamante, pero Andrea se me acercó y me dio un beso. Era la primera vez que yo sentía la humedad de unos labios en los míos. Le prometí a Andrea que volvería. Todos los veranos de mi vida.

Llevo diez meses juntando dinero en caso de que Andrea necesite una terapia como la de su hermano Ignacio. Me voy los fines de semana a pescar al metro en la hora pico, en la estación Norte 45. Es esa estación del ícono rojo con una estrella. Mi estrella fugaz. Me encuentro de todo: relojes, carteras y en ocasiones hasta celulares. A veces tengo que echarme unas carreras hacia el mar de gente, para perderme. Corro fuerte, como en el verano, siguiendo el vaivén de la melena juguetona de Andrea hacia el mar.

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