Tuesday, February 28, 2023

Los últimos días


Los últimos días de vacaciones no deberían de existir. No sirven para nada, nada más para ponerse uno nostálgico. Para mí lo peor de todo son las despedidas, y el silencio pesado del viaje de regreso, de vuelta al mundo real. De vuelta a caminar con prisa, a usar zapatos cerrados y pantalones largos, a que los días se parezcan a cualquier otro, sin el asombro diario ante la inmensidad del mar.

Tuesday, February 21, 2023

Míster Carnes

Hacía ya casi cuarenta años desde que mi padre me había pasado la carnicería. Yo no se la podía dejar a cualquier persona. Debía de ser alguien especial, eso lo sabía. Pero no tenía ningún candidato todavía.

Yo le había ayudado a mi padre desde que era un niño. Me sentaba en un banquito alto en frente de la vitrina de las carnes con un matamoscas azul en la mano. Mi trabajo era espantar a esas moscas regordetas que entraban volando al local por la puerta de enfrente para posarse sobre un lomo o sobre un pedazo de costillas. Les daba sus buenos raquetazos a esas moscas golosas, y las tiraba al piso ya medio muertas, dando sus últimas patadas antes de dejar de respirar. Luego crecí y mi padre me hizo su asistente. En esos años aprendí todo sobre Míster Carnes. Después de un tiempo, cuando murió mi viejo, me tocó a mí ser el carnicero. Pasé casi cuarenta años en ese mismo local frente a la plaza. Todos los días, hasta los domingos. Ganándome la vida. 

Después de tantos años ya me tocaba a mí retirarme. No aguantaba la espalda de tanto cargar bultos, además traía un dolor en el hombro derecho que no se me quitaba ni con acupuntura. Mis dos hijos se habían ido del pueblo para estudiar. Ninguno de los dos quería quedarse con el negocio, decían que estaban muy ocupados con sus vidas en la ciudad. 

Yo no estaba durmiendo bien esos días. Me dolía la panza nada más pensar en que quizás tendría que cerrar Míster Carnes después de haberle dedicado toda una vida a ese negocio. Mis clientes se perderían y se acabaría la tradición de la familia. Luego estaba lo de mi hijo Víctor, el menor: me salió con que era vegano. Decía que ya no comía carne, el muy cabrón. Yo me retorcía en la cama del coraje, en silencio para no despertar a mi esposa. Me daban las cuatro o cinco de la mañana con el ojo pelón, y ya mejor me levantaba para empezar el día.

Un martillazo. ¡Plum! Bien dado en el centro de un pedazo de cuadril de res. ¡Paf! La carne debía estar bien jugosa, y se aplastaba con el mazo para hacer unos bistecs suaves y alargados. El secreto de mis famosos bistecs de res era que la carne estuviera bien jugosa, con mucha sangre. ¡Plum! Unas gotitas de sangre salían disparadas al aire en todas las direcciones. Un grupo de gotas rojas se estampaba casi siempre en el mismo lugar: en la pared que estaba junto a la mesa de trabajo. Se embarraban sobre una mancha de sangre seca, debajo de un calendario con fotos de vacas felices pastando en los Alpes.

—Buenos días, vengo por los bistecs de la señora Sara —anunció un cliente que acababa de entrar, vestido para ir a jugar tenis, todo de blanco: playera polo, shorts, calcetines y zapatos blancos.
—Ya casi están listos Rafa —Lo reconocí por su voz. Era Rafa, el hijo de doña Sara.
—También le traigo el catálogo de Avon para su señora —dijo Rafa mientras dejaba el catálogo sobre la vitrina de las carnes—. Hay unos perfumes muy buenos y baratos este mes.

¡Plaf! Otro grupo de gotitas, de un rojo todavía más intenso, salieron volando más alto que de costumbre. Casi a la altura de la estampita que había colgado mi esposa en la pared: una de un santo sobre un caballo blanco picándole la cabeza a un dragón con una lanza. Unas gotitas cruzaron el aire sobre la vitrina de las carnes y se estrellaron en la playera blanca de Rafa. Otras más cayeron en sus calcetines blancos con una doble u roja en los lados. Rafa no se dio cuenta de aquellas manchas espantosas en su ropa. Estaba distraído viendo el fútbol en una televisión chiquita que colgaba en una esquina del cuarto.

Hice una pausa para descansar el hombro y miré detenidamente a Rafa. Estaba ahí de pie, esperando pacientemente, con su traje blanco de tenista. Impecable. Excepto por esa mancha de sangre de vaca en su playera y sus calcetines. En ese momento me llegó la inspiración como un relámpago. Comprendí el significado de aquel accidente con las gotitas de sangre. Era una señal de Dios. Una epifanía, como decía el padre Manuel. Rafa era el elegido para quedarse con el negocio. Había recibido ahí mismo su bautismo de sangre. 

Todo tenía mucho sentido: Rafa era un muchacho muy trabajador, andaba siempre de casa en casa vendiendo sus cremas y sus perfumes. Y era además un muchacho muy disciplinado. El tenis lo había preparado para su verdadera vocación: la carnicería. No tendría ningún problema con el matamoscas, que pesaba mucho menos que una raqueta de grafito. Y sus hombros, tan fuertes de tanto ejercicio, aguantarían muchas décadas de trabajo sin darle molestias, como me había pasado a mí. Sólo era cuestión de que trabajara unos meses como mi asistente para ir aprendiendo los detalles del oficio, y luego podría seguir él solito con la tradición de Míster Carnes.

Esa noche dormí como un bebé. 

Al día siguiente fui a hablar con doña Sara. Resultó que Rafa también era vegano. Ese fue el día en que me comenzó la temblorina en el ojo izquierdo.

Thursday, February 16, 2023

Un pasito hacia adelante

Esta semana quiero arriesgarme un poco más. Quiero escribir con el corazón más que con la cabeza. Quiero desatarme, soltarme imaginando. Jugar con las palabras, con los personajes y sus problemas. Escribir con imágenes, con una cámara de video en lugar de un teclado. Crear situaciones imposibles, que saquen de onda al lector y lo inviten a continuar leyendo. 

Los ejercicios que he hecho hasta ahora me han servido para ir trabajando cuestiones básicas de un relato, pero reconozco que me han quedado un poco aburridos. Han alcanzado para tomar la forma y la estructura de un relato, con su planteamiento, su nudo y desenlace. Pero se han quedado cortos en cuanto a la historia. Han contado situaciones comunes y un poco aburridas. 

No quiere decir que no hayan tenido ningún valor esos textos. La verdad es que estoy muy orgulloso de los tres textos que he podido armar estas semanas en el curso. Siento cómo va cambiando también poco a poco mi manera de leer y mi manera de ver y escuchar. Sobre todo cuando estoy en la fase de búsqueda de ideas para mi relato de la semana. Esos días escucho con mucha atención y voy anotando ideas sueltas en mi aplicación de notas. 

Hoy trataré de generar unas ideas un poco más alocadas, aunque me arriesgue a que me quede un relato muy forzado o muy fingido. Qué importa, de eso se tratan estos ejercicios. 

El que no arriesga no aprende.

Tuesday, February 14, 2023

Fue la gente fea

—A ver Isidro, concéntrate. ¿Dónde fue la última vez que los viste?
—Creo que fue en el camastro, hermana, junto a la piscina grande. Estoy seguro de que los traía puestos cuando bajamos a nadar, pero ya fui a buscarlos ahí y no los encontré.
—¡Qué lástima! Y aquí en tu mochila tampoco están. Ya la vacié dos veces y no encontré ningunos lentes de sol. Ve a preguntarle al de seguridad del hotel. Quizás alguien los encontró y se los entregó.
—De seguro me los robaron. ¡Pinche gente ratera!

Isidro González estaba en un hotel en la playa vacacionando con su hermana y sus dos sobrinos. Eligieron el mismo hotel de siempre, con un paquete de todo incluído porque era más cómodo con los niños. A Isidro le costaba trabajo levantarse temprano, pero ese día puso su despertador a las seis de la mañana para ir a reservar los mejores camastros, echándoles una toalla encima. Había que darse prisa, porque la gente era muy abusiva. Sabían bien cuáles lugares daban la mejor sombra y los ocupaban muy rápido, como hormigas. A Isidro le gustaba quedarse junto a la piscina grande. Ahí había menos gente, y sobre todo, menos niños. Por eso el agua estaba más limpia en esa piscina.

El recepionista del hotel le preguntó al encargado de los objetos perdidos si alguien había encontrado unos lentes de sol negros de la marca Ray-Ban. Colgó el teléfono y le dio las malas noticias a Isidro, levantando los hombros y apretando los labios, como un gesto de empatía. Isidro decepcionado, le dio las gracias y se fue al restaurante para levantarse los ánimos desayunando. Unos buenos chilaquiles y un café le ayudarían a olvidar el asunto de sus lentes.

—El tío Isidro está triste porque ayer se le perdieron sus lentes de sol.
—No se me perdieron, Susy, me los robaron.
—A ver. ¿Y cómo sabes que te los robaron?
—Pues simplemente porque no estaban donde yo los dejé.
—Qué bueno que nos dices, hermano, para estar atentos. ¿Ya oyeron niños? Para que tengan cuidado hoy con sus cosas. Andan robando en el hotel.

Después del desayuno se fueron todos a sus lugares junto a la piscina grande. Isidro sacó su botellita de líquido desinfectante y roció su camastro con precisión. Había que cuidarse en las áreas públicas. La gente dejaba ahí siempre embarrados sus gérmenes y sus virus. Luego tendió su toalla con cuidado, se recostó, y tomó su libro. Iba a comenzar la mañana leyendo. En eso vio pasar a un hombre que le pareció haber visto antes. Lo reconoció por sus bermudas rojas con rayas blancas. El hombre había estado en el otro lado de la piscina el día anterior, y ese día traía unos lentes de sol negros muy parecidos a los suyos. Isidro lo siguió con la mirada, tratando de disimular un poco, hasta que el hombre de las bermudas rojas se detuvo frente a una silla y se dio la vuelta. En sus lentes de sol negros se alcanzaba a leer la inscripción “Ray-Ban”. Isidro sintió cómo se le aceleraba el pulso. Había resultado muy sencillo encontrar al robalentes. 

¡Qué descaro!, ¡qué estupidez!, robar unos lentes y usarlos al día siguiente en el mismo lugar. No poderse ni siquiera esperar un día para usar sus lentes robados, como un niño impaciente. Isidro se paró y se acercó despacio al agresor. Le costaba trabajo controlar sus emociones, pero él no era un buscapleitos. Era más bien una persona amable y conciliadora, a pesar de lo que pudiera sugerir su cuerpo musculoso. Pensó que no valía la pena confrontar al idiota ese, así que se detuvo frente a él, y sin decir ninguna palabra le quitó los lentes. Se le quedó viendo a los ojos unos segundos, y se regresó en silencio a su lugar. El hombre de las bermudas rojas no reaccionó. Se quedó quieto ahí en su silla, en estado de shock, mirando el piso en silencio. Después de unos minutos se levantó y se fue.

—Hay mucha gente fea en el hotel este año. Ya no es lo mismo que antes. Desde que bajaron los precios viene otro tipo de gente —dijo Isidro a su hermana, orgulloso de su hazaña, mientras desinfectaba sus lentes rescatados.
—Qué suerte que recuperaste tus lentes, hermano. Y el ratero ese, ni siquiera dijo nada. Su silencio lo delata.

Isidro y su familia pasaron dos días más en el hotel, disfrutando el sol y el mar caribe. Nadie volvió a tocar el tema de los lentes robados, y ya no vieron más al señor de las bermudas rojas con rayas blancas. Quizás se habría cambiado a otro hotel, el muy cobarde.

—Aquí están las llaves de nuestro cuarto. Todo estuvo muy bien, como siempre. ¡Muchas gracias!
—Gracias a usted señor González. Fue un placer atenderle. Esperamos verlo pronto por aquí. Por cierto, aquí hay algo para usted. Lo encontró un compañero nuestro mientras hacía la limpieza de la piscina. Al parecer estos lentes de sol son suyos. Estaban en el fondo de la piscina dos.

Isidro le dio las gracias al recepcionista y guardó esos nuevos lentes con cuidado en su mochila. 
¡Qué suerte! De seguro algún idiota perdió sus lentes de sol en la piscina. Ahora yo tengo dos.

Sunday, February 05, 2023

El Gato García le pegó al gordo

Yo llegué a conocer a Lalo García cuando éramos adolescentes. Antes de que se le metiera en la cabeza la idea de hacerse millonario a cualquier precio. Hasta sus padres tuvieron que pagar por ese afán desmedido de sobresalir, de que lo vieran las mujeres. Pobre de su familia, desesperada, cuando Lalo desapareció.

Los dos íbamos a la misma preparatoria en Torreón. Lalo era un adolescente muy callado, igual que yo. Por eso comenzamos a pasar tiempo juntos en los recreos: porque ninguno de los dos se sentía incómodo de estar así nada más, sin hablar. Luego empezamos a vernos también por las tardes, y a curiosear en algún centro comercial los fines de semana.

En la prepa le decían “El Gato”, creo que por sus ojos felinos y su aire despreocupado. Un día nos tocó formar un equipo para una exposición de Química Orgánica. La maestra nos puso en el mismo equipo a Lalo, a Rocío y a mí. Rocío era una chica muy agradable, no se tomaba muy en serio, a pesar de ser tan guapa. Lalo se puso pálido cuando escuchó que ella estaba en nuestro equipo, pues no estaba acostumbrado a tratar con hembras (como él mismo llamaba a las mujeres). En nuestra reunión de equipo, El Gato se quedó mudo, se limitó a estudiar atentamente los labios de Rocío, como si fuera también sordo y tuviera que leerle las palabras de la boca. Pobre Rocío, se le notaba que se sentía muy incómoda. Ella y yo hicimos una lluvia de ideas y se nos ocurrió hacer una canción sobre los ácidos nucleicos. Al final sacamos un cien limpio en esa exposición, gracias a Lalo, quien escribió la canción esa misma tarde en su casa, y hasta le compuso un acompañamiento con guitarra.
 
Lalo había aprendido a tocar la guitarra por su cuenta, al menos eso decía, y era relativamente bueno. Eso era lo que me gustaba de él: era un estuche de monerías el canijo. Sabía muchas cosas que había aprendido él solo, leyendo manuales y tutoriales en internet. Era un ávido lector de libros electrónicos, obviamente piratas. El Gato te podía sacar lo que quisieras de internet, gratis. Obviamente hizo negocio con su piratería digital. Era muy bueno para la programación, que aprendió desde niño, gracias a su papá, que era ingeniero en sistemas.

Una tarde, sentados en una banca en el parque de su colonia, me confesó lo mucho que le gustaba Rocío desde que estaban en la primaria. Yo ni siquiera sabía que llevaban tanto tiempo de conocerse. A partir de esa tarde me convertí en su confidente. Me contó de su tío Rodo: un gordito simpático que vivía como rey porque logró estafar al sistema público de pensiones. Platicamos muchas tardes sobre su problema de timidez con las mujeres. Los dos nos sentíamos cómodos contándonos cosas.

En el último año de la preparatoria ya no nos vimos tanto, aunque seguíamos todavía en contacto de vez en cuando. Él se metió a la especialidad de matemáticas, y yo a la de psicología. En esa época me contó de su idea millonaria: había encontrado una manera de ganar la lotería, obviamente usando algún artilugio informático. Al principio no le creí, pero luego comencé a sospechar que fuera verdad, porque se pasaba las tardes encerrado en su casa, en frente de la computadora. Decía que lo único que le faltaba era una manera de sacar el dinero sin dejar rastro, sin que lo pudieran ligar a su persona. Yo no le di mucha importancia a eso de la lotería. Pensé que era una más de sus ideas locas. Lo escuché, como siempre, pero estaba, la verdad, más preocupado con mi examen de admisión a la universidad. Me fui a estudiar a Monterrey y El Gato y yo fuimos perdiendo el contacto con el tiempo.

Luego ya no supe nada de él por unos años, hasta que un día vi en las redes sociales una publicación, de que su familia lo estaba buscando. Eduardo García llevaba varias semanas desaparecido.

Las cosas estaban calientes en los estados del norte en aquella época. Eran frecuentes las balaceras entre bandas criminales, y estaban secuestrando mucho. Así que esa fue la teoría de la policía: un secuestro común y corriente. Pero hasta donde yo supe, a la familia de Lalo nunca la contactaron para pedir algún rescate.
 
Para mí lo curioso es que El Gato desapareció en la misma semana en la que un afortunado le atinó a los seis números de la lotería nacional. Obviamente, en esas cosas nunca se revelan las identidades de los ganadores, para protegerlos.

A mi esposa Rocío le llegan unas flores carísimas cada año por su cumpleaños. La tarjeta la firma un tal “admirador silencioso”. A mí no me dan celos ni nada. Yo estoy feliz de que a mi amigo Lalo no se lo hayan llevado los malandros. Ese canijo de verdad le pegó al gordo.