Monday, April 24, 2023

Pamela

En aquella época Daniel y yo pasábamos mucho tiempo juntos después de clases, nos conocíamos muy bien, podíamos incluso completar las frases del otro sin dificultad. Éramos vecinos de casas contiguas e íbamos a la misma secundaria. El hecho de que nuestro colegio fuera de puros varones limitaba nuestro repertorio de amistades femeninas, por eso comenzamos a ir los sábados a un grupo juvenil de la iglesia; era un buen lugar para conocer «niñas bien» que vivieran cerca. Fue ahí, en el patio de la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, en donde conocimos a Pamela: una güerita con una sonrisa muy linda y el cabello corto. Nunca supe quién de los dos fue el primero en enamorarse de ella, pues dejamos de hacernos ese tipo de confidencias cuando pasó lo de Rocío.

Pamela tenía un grupo de amigas con quienes pronto comenzamos a juntarnos por las tardes —ellas iban a un colegio de monjas, así que es probable que también anduvieran cortas de amistades del sexo opuesto—. Ese grupo de amigas —del colegio Excélsior si mal no recuerdo— resultó ser un semillero de romance adolescente: a Cati le gustaba Kike, Rocío quizo un tiempo conmigo, Daniela se moría por Irving, pero él nunca la peló. A una Karla le gustaba Chato y a la otra Chente. A Daniel y a mí nos gustaban todas, nos íbamos enamorando de ellas por turnos; primero de una y al cabo de un tiempo de otra, pero eso sí, siempre de la misma.

Primero coincidimos en nuestra afinidad por Rocío: una chica bastante guapa, de cabello castaño y muy alta —enfatizo lo de su altura porque a mí eso me daba una ligera ventaja frente a él, quien era al menos cinco centímetros más bajo que yo (aunque eso él lo compensaba de sobra con su estilo relajado y seguro de sí mismo, además de su soberbia inteligencia y su nariz de proporciones perfectas)—. Después de discutir la situación acordamos que cortejaríamos a Rocío cada quien por su cuenta, aceptando su decisión final con honor de caballeros. Claro está, solo en caso de que ella se decantara por alguno de nosotros, lo cual no sucedió. Bueno… Sí y no. Me explico: técnicamente yo sí fui su novio por poco menos de una semana, al final de la cual ella me cortó por medio de una cartita escrita a mano con bolígrafos de colores. «¡Se acabó! —pensé al leer sus palabras—, ¡me voy a morir solo y triste!». Ese noviazgo fugaz con Rocío causó que Daniel y yo nos dejáramos de hablar por más de un mes —justo cuando yo más necesitaba su amistad—, él me acusó de haber aprovechado sus vacaciones fuera de la ciudad para hacer un avance «tramposo» con ella.

Una vez superada nuestra fase de «Rocío», Daniel y yo comenzamos a sospechar de un posible nuevo conflicto de intereses. Era más que obvio, a juzgar por el tiempo que cada uno de nosotros pasaba hablando por teléfono con Pamela. Ahora que lo pienso bien, creo que eran esas extensas sesiones telefónicas —primero conmigo y luego con él, o viceversa— las que causaban esa ligera ronquera suya que a mí me parecía tan sexy —era la voz que debía tener la enfermera rubia de la portada del álbum más reciente de Blink 182—.

Yo estaba seguro de que llevaba las de ganar en esa ocasión con Pamela. Lo tenía claro desde aquel intercambio navideño en el que yo había resultado ser su amigo secreto —lo cual fue para mí un alivio, pues estaba comenzando a pensar que a ella le interesaba más Daniel—. Ella me regaló unas pantuflas de Superman y una cartita muy cursi. Esa tarde, al llegar a la entrada de mi casa con mis pantuflas de Superman en la mano, Daniel me comentó que él también estaba en proceso de ligue con Pamela, cosa que yo ya sospechaba —y temía—.

—¡Allá tú si quieres perder tu tiempo! —le dije—, a mí me consta que ella me quiere a mí, el martes pasado incluso nos quedamos platicando hasta la una de la mañana.

—Sí, sí —dijo él con un tono sarcástico—, mira… —Hizo una pausa para hacerse el importante—. Chicas abundan como peces en el mar. En cambio, amistades como la nuestra, esas no se encuentran cada día. No quiero que te enojes si Pamela al final me escoge a mí.

—A ti nada más te quiere como un bufón, ¿sabes?, tú solo le diviertes.

—¡Pues al menos la entretengo! —dijo levantando la voz—, y no me quedo ahí todo baboso sin saber qué decir, picándole los ojos con esa narizota tan fea que…

—¡Wey! —interrumpí—, nos está pasando lo mismo que con Rocío. Creo que vamos a necesitar poner reglas claras otra vez.

Acordamos que a partir de esa tarde solo nos estaría permitido ver a Pamela estando los dos presentes, hasta que ella se decidiera por alguno de nosotros. Nos pareció una solución madura y pragmática.

Fuimos a visitarla a su casa una decena de veces, los dos juntos, a pie. Era una caminata cuesta arriba de aproximádamente media hora desde nuestra colonia. Llegábamos a verla todos sudados —para mi mala suerte, pues yo solía transpirar más que él—, y nos pasábamos la tarde platicando con ella en el pórtico de su casa, tratando de hacer algún avance romántico para intimidar al contrincante. A Pamela parecía hacerle mucha gracia esa dinámica nuestra, esos torpes intentos de humillar al otro revelando sus más vergonzosos secretos. Una vez nos regaló una de las pulseritas de cuentas que solían adornar su muñeca —a cada quien la suya, por su puesto—. Daniel y yo pasamos el camino de regreso discutiendo cuál de las dos era era la más bonita.

Las semanas pasaban y cada vez me quedaba menos claro quién de los dos llevaba la delantera. Una tarde lluviosa se me agotó la paciencia y decidí visitarla sin la molesta compañía de mi amigo. Mi padre accedió a llevarme a la casa de Pamela con el auto, en el que ya estaban preparadas mis cosas para el entrenamiento de futbol americano que me tocaba ese día.

Por suerte, ella estaba en su casa esa tarde y me recibió con gusto. Platicamos un largo rato, sentados bajo el techo del pórtico de la entrada principal, mirando cómo las gotas de lluvia se estrellaban con fuerza sobre la acera. Ella sacó un álbum de fotografías y pasamos otro rato reviviendo algunos recuerdos de su infancia. Me regaló una foto de su fiesta de cumpleaños número seis y la guardé con cuidado en mi bolsillo.

Yo estaba ya armándome de valor para acercarme a ella y tomarle la mano o robarle un beso, cuando a lo lejos apareció la figura de un encapuchado caminando bajo la lluvia, empapado de pies a cabeza, cubriendo con su chaqueta algo que parecía ser un ramo de flores. Lo reconocí enseguida por su corta estatura y su manera de caminar con las piernas ligeramente separadas. Daniel se dirigió hacia donde estábamos Pamela y yo sentados, se quitó la capucha, levantó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Se hizo un silencio incómodo. Hasta la lluvia parecía haber enmudecido.

Nunca supe quién de los dos fue el primero en sonreír, solo recuerdo que esa sonrisa fue correspondida y le siguió una carcajada que nos contagió a los tres. Daniel y yo regresamos caminando juntos más tarde cuando dejó de llover, cada quien con su respectiva estampita de Pamela en el bolsillo.

Unas semanas después, en una kermés de la parroquia, noté por primera vez lo lindos que eran los ojos verdes amielados de Karla Janeth…

FIN


Wednesday, April 19, 2023

Alexandros

Sabas cayó por la borda. Se estremeció ante el contacto de su piel con el agua helada del mar Egeo. Inmediatamente comenzó a patalear con violencia para regresar a la superficie. Giró su cabeza una y otra vez buscando una salida. En eso vio una luz lejana. Usó todas sus fuerzas para nadar hacia ella y salió a la superficie. Respiró. Su pequeña barca pesquera estaba cerca, flotando frente a él, montada sobre enormes montañas de agua que subían y bajaban. Marina lanzó al mar un aro salvavidas y le ayudó a subir a la barca por la escalera trasera. Entre los dos continuaron aguantando los golpes de las olas, avanzando poco a poco en dirección a Volos. Al hospital de Volos. De vez en cuando una mueca de dolor invadía la cara de Marina. Las contracciones regresaban cada vez con más intensidad, pero Sabas no tenía tiempo para cronometrarlas; estaba ocupado tratando de que la tempestad no los hundiera.

Después de una hora de forcejeo con el mar, al fin fueron apaciguándose las olas. Sabas tuvo que volver a prender el motor en varias ocasiones; era un modelo viejo y se ahogaba con facilidad. Sobre el cielo flotaban todavía cúmulos de nubes grises. «¡Vuelvan a casa! —parecían decir aquellos nubarrones—. ¡Regresen a Skiathos!, a la seguridad de su isla, ¡todavía están a tiempo!».

El motor seguía apagándose con frecuencia. No estaban avanzando mucho. Había sido una idea muy arriesgada navegar a Volos en medio de una tormenta como esa. Pero nadie más los había querido llevar, y Sabas no podía dejar que Marina diera a luz a su hijo en el pequeño centro médico de la isla, con sus paredes agrietadas desde el terremoto del ochenta y nueve. ¡No señor!, él la llevaría a un hospital de verdad, el de Volos. Ahí de seguro sabrían qué hacer con su bebé que venía en posición transversal. Había hecho ese viaje ya cientos de veces, con frecuencia en malas condiciones, cuando los demás —cobardes— no se atrevían a navegar. A lo lejos descendió un rayo desde las nubes. Sabas miró el destello del relámpago reflejado en los ojos de su esposa. Notó su inquietud. Escupió al mar.

—A este paso no vamos a llegar nunca —dijo Marina—, necesitamos arreglar el motor, o pedir ayuda.

—Estamos cerca de Agia Kiriaki, voy a hacer una parada ahí para repararlo. Necesito una media hora a lo mucho.

Marina cerró los ojos y respiró hondo. Le tocaba resistir la siguiente ola de dolor.

Ya llevaban casi una hora en el muelle de Agia Kiriaki y el motor seguía apagándose. Sabas había agotado todos los trucos mecánicos que su padre le había enseñado. Echó un vistazo a su reloj y miró a su alrededor.

—¡A la mierda con esta barca! —dijo—, nos vamos con esa lancha de ahí. —Señaló una embarcación mediana que estaba atracada en el muelle junto a ellos—.

Bajaron de la barca con su maleta y una caja de herramientas para forzar el mecanismo de arranque. «¡Qué coincidencia!», pensó Sabas al leer el nombre de la lancha que estaban a punto de robar: el Alexandros. Marina lo notó también y sonrió mientras acariciaba su barriga. Por suerte encontraron las llaves adentro. No tardaron en estar de nuevo navegando con prisa rumbo a Volos, esta vez en una lancha de un modelo más reciente. Ya habría tiempo después para dar explicaciones y pedir disculpas. Lo importante en ese momento era llegar al hospital con su esposa y su bebé.

La siguiente media hora pasó sin mayores complicaciones, la tormenta había vuelto a cobrar fuerza, pero se sentía menos violenta a bordo del Alexandros. Marina bajó al camarote para descansar, pero regresó enseguida, agitada.

—Creo que nos metimos con la gente equivocada —dijo—. Adentro hay dos rifles y cajas con municiones.

En ese momento notaron que una lancha ligera se acercaba por detrás a gran velocidad.

—¡No, por favor! —dijo Sabas—. No una persecución con este tiempo de mierda. ¡Agárrate fuerte, cariño!

Hundió la palanca de aceleración hasta el fondo.

—Ok Google, cómo usar un rifle... —La lancha ligera acortaba la distancia. Marina estaba dispuesta a todo con tal de proteger a su bebé—.

—¿Te volviste loca, mujer?, olvida esos rifles e intenta contactarlos por la radio. Hay que explicarles nuestra situación, ¡rápido!

Marina logró encender la radio del Alexandros y una voz grave les ordenó que se detuvieran. Era la guardia costera que iba detrás de ellos. Ella trató de explicar la situación por la radio pero el guardacostas no escuchaba; solo repetía que se detuvieran y regresaran inmediatamente al muelle, insistía en que era muy peligroso navegar en esas condiciones.

Sabas vio a lo lejos algo parecido a una pared de agua, era un monstruo de ola. Tragó su saliva, echó un vistazo rápido al retrovisor y dejó de acelerar. La guardia costera hizo lo mismo. Giró el Alexandros para quedar con la proa encarando al temporal y esperó.

—¡Panagía, protégenos!

Sabas capeó las olas gigantes con maestría, con la precisión de un marinero experto, olvidándose por unos instantes de todo: de su esposa y su bebé en posición transversal, del motor averiado de su barca, del Alexandros robado, de los rifles de caza y el guardacostas con voz grave.

Cuando volvió en sí notó que el mar ya se había calmado y la guardia costera parecía no seguirlos más. La radio guardaba silencio y a lo lejos el cielo comenzaba a despejarse. Le vino a la mente el terremoto que azotó Skiathos el día en que él había nacido, y la tormenta de nieve que había inmovilizado la isla el día en que nació su padre. No cabía ya duda de que ese bebé era varón, y de que era su hijo. Sabas bajó al camarote y encontró a Marina concentrada, soplando con fuerza, aguantando el dolor de las contracciones. Se miraron brevemente y Marina sonrió. Sabas escupió y regresó a la proa.

Al llegar al puerto de Volos supieron de inmediato en dónde atracar; justo en frente de los carros de policía y la ambulancia que los esperaban con las luces de las sirenas prendidas, iluminando el andador con destellos rojos y azules. Antes de bajar de la lancha, Sabas se hincó sobre una rodilla y besó la barriga redonda de su esposa.

—¡Nos vemos pronto, pequeño Alexandros!

FIN

Sunday, April 09, 2023

La Playita

Mi esposo me aconsejó que no comprara el restaurante. Yo, a punto de cumplir cuarenta años y todavía sin hijos, necesitaba un proyecto nuevo de negocio. Y ese restaurante me parecía una magnífica idea.

—Hay algo que no me termina de cuadrar —me dijo Rogelio mientras masticaba con entusiasmo su taco de camarón—; el lugar está a reventar y la comida es deliciosa, pero se me hace que te lo están dejando muy barato. Sobre todo con el malecón recién estrenado. No tiene sentido, amor.

Así ha sido siempre mi gordo: muy analítico y racional. Le gusta darle mil vueltas a las cosas y le rehuye a cualquier tipo de riesgo. No se da cuenta de que a veces lo mejor es no pensar y dejarse llevar por los instintos. Por eso él es un asalariado más y yo una empresaria exitosa. Pero yo así lo quiero a Rogelio, aunque sea un miedoso. Le dije al dueño del restaurante que iba a necesitar unos días para pensarlo y ordenamos otra ronda de micheladas. Nos quedamos ahí tomando y platicando hasta que el sol terminó de esconderse por detrás de las montañas.

Ese negocio era lo que yo siempre había soñado: servir mariscos y cocteles frente al mar, relajada, a mi propio ritmo, tarareando cumbias y canciones tropicales. Bueno, en este caso era solamente algo parecido, pero me bastaba; el restaurante estaba a orillas de la presa La Boca, al sur de la ciudad. Bastante lejos del mar.

Yo estaba muy emocionada esa noche cuando regresamos a la casa. No sabía qué hacer con tanta energía que sentía subiendo por mis piernas, acumulándose con fuerza en medio de ellas. Le hice el amor a Rogelio como una bestia, lo dejé exhausto, con una sonrisa de bebé en su cara sonrosada y brillosa por el sudor. «A ver si esta vez me embarazo», pensé mientras recuperaba el aliento. Esperé unos minutos a que mi esposo se quedara dormido y le envié un mensaje al dueño de La Playita para cerrar el trato. Al día siguiente me convertí en restaurantera.

*   *   *

Rogelio había tenido razón. El restaurante era magnífico, pero no tenía futuro. Nada en ese lugar lo tenía. Se pronosticaban unas sequías duras y prolongadas en la región, se hablaba de que incluso podrían llegar a durar varios años. Para mi mala suerte el nivel del agua de la presa comenzó a bajar unas semanas después de haber hecho la compra. El turismo se desplazó gradualmente al otro lado de la presa, en donde el agua alcanzaba todavía para dar vueltas en motos o en lanchas pequeñas.

Frente a mi local se podía observar un área cada vez más extensa de tierra en donde antes habían flotado los catamaranes. Comenzó como un lodazal oscuro y espeso que se fue secando poco a poco bajo los rayos incesantes del sol hasta convertirse en un suelo yermo y duro. Agrietado, como nuestro matrimonio.

Esos años fueron muy difíciles para todos. Nos tuvimos que acostumbrar a hacer filas y filas, a esperar formados en el parque a las cinco de la mañana hasta que llegaran las pipas repartidoras. A cargar cubetas de agua sobre los hombros como si estuviéramos en un ejido de esos diminutos que se pierden en la sierra.

Y luego estaba el silencio acusador de Rogelio, resentido desde la compra del restaurante. Mi poca cautela había convertido nuestros ahorros en un negocio condenado a la quiebra. Sus ahorros, más que nada. Rogelio todavía no me podía perdonar por ese error. «¡Así son los negocios! —le decía yo—, a veces se gana y a veces se pierde».

El restaurante dejó de funcionar cuando ya no tenía sentido atender solo a dos o tres clientes por día. Por suerte nos quedamos con el salario de Rogelio y uno que otro negocio que a mí me fue saliendo.

Las cosas con mi gordo mejoraron con el tiempo. Una y otra vez, decepcionados, mirábamos de frente nuestra incapacidad de engendrar un hijo. Esa lucha constante terminó por profundizar nuestro cariño. Maduramos bajo el crisol de la desdicha compartida. Porque nos vimos más desnudos, nos conocimos más vulnerables, nos descubrimos estériles y secos.

Después de largas discusiones logré convencer a Rogelio de probar con la fertilización asistida. Los tratamientos eran carísimos y dolorosos. Los vimos uno a uno fracasar, mientras escuchábamos en las noticias lo costosos que eran los bombardeos de nubes que hacía el gobierno. Y a pesar de todo, seguíamos sin lluvia.

*   *   *

Rogelio y yo cenábamos en la terraza del restaurante. Habíamos reinaugurado La Playita unas semanas atrás, animados por los pronósticos del final de la sequía. Se sentía más humedad en el aire esos días y un ligero olor a tierra mojada invitaba a la esperanza. Como nosotros, muchos otros negocios estaban volviendo a abrir sus puertas. Yo no me podía aguantar las ganas de contarle la noticia a mi gordo. Mi sonrisa me delataba.

En nuestra mesa había un plato grande de mariscos y cuatro caballitos de tequila vacíos. Saqué de mi bolsa una hoja de papel doblada en tres y se la di a Rogelio para que la leyera. Se trataba de una carta de la agencia de adopción. Al parecer todo estaba listo para que recibiéramos a nuestro nuevo bebé. Sólo faltaba nuestra confirmación.

—¿No se te hace sospechoso que nos hayan aceptado la adopción así tan rápido? —me dijo Rogelio con la carta todavía en sus manos—, además no tenemos mucha información del niño, es como si tuvieran prisa por deshacerse de él. ¿No te parece, amor?

Le di un beso en los labios y ordené otra ronda de tequilas. Nos quedamos ahí sentados disfrutando el sonido de la lluvia, mirando en silencio cómo el sol se iba metiendo poco a poco detrás de las montañas.

FIN