Wednesday, April 19, 2023

Alexandros

Sabas cayó por la borda. Se estremeció ante el contacto de su piel con el agua helada del mar Egeo. Inmediatamente comenzó a patalear con violencia para regresar a la superficie. Giró su cabeza una y otra vez buscando una salida. En eso vio una luz lejana. Usó todas sus fuerzas para nadar hacia ella y salió a la superficie. Respiró. Su pequeña barca pesquera estaba cerca, flotando frente a él, montada sobre enormes montañas de agua que subían y bajaban. Marina lanzó al mar un aro salvavidas y le ayudó a subir a la barca por la escalera trasera. Entre los dos continuaron aguantando los golpes de las olas, avanzando poco a poco en dirección a Volos. Al hospital de Volos. De vez en cuando una mueca de dolor invadía la cara de Marina. Las contracciones regresaban cada vez con más intensidad, pero Sabas no tenía tiempo para cronometrarlas; estaba ocupado tratando de que la tempestad no los hundiera.

Después de una hora de forcejeo con el mar, al fin fueron apaciguándose las olas. Sabas tuvo que volver a prender el motor en varias ocasiones; era un modelo viejo y se ahogaba con facilidad. Sobre el cielo flotaban todavía cúmulos de nubes grises. «¡Vuelvan a casa! —parecían decir aquellos nubarrones—. ¡Regresen a Skiathos!, a la seguridad de su isla, ¡todavía están a tiempo!».

El motor seguía apagándose con frecuencia. No estaban avanzando mucho. Había sido una idea muy arriesgada navegar a Volos en medio de una tormenta como esa. Pero nadie más los había querido llevar, y Sabas no podía dejar que Marina diera a luz a su hijo en el pequeño centro médico de la isla, con sus paredes agrietadas desde el terremoto del ochenta y nueve. ¡No señor!, él la llevaría a un hospital de verdad, el de Volos. Ahí de seguro sabrían qué hacer con su bebé que venía en posición transversal. Había hecho ese viaje ya cientos de veces, con frecuencia en malas condiciones, cuando los demás —cobardes— no se atrevían a navegar. A lo lejos descendió un rayo desde las nubes. Sabas miró el destello del relámpago reflejado en los ojos de su esposa. Notó su inquietud. Escupió al mar.

—A este paso no vamos a llegar nunca —dijo Marina—, necesitamos arreglar el motor, o pedir ayuda.

—Estamos cerca de Agia Kiriaki, voy a hacer una parada ahí para repararlo. Necesito una media hora a lo mucho.

Marina cerró los ojos y respiró hondo. Le tocaba resistir la siguiente ola de dolor.

Ya llevaban casi una hora en el muelle de Agia Kiriaki y el motor seguía apagándose. Sabas había agotado todos los trucos mecánicos que su padre le había enseñado. Echó un vistazo a su reloj y miró a su alrededor.

—¡A la mierda con esta barca! —dijo—, nos vamos con esa lancha de ahí. —Señaló una embarcación mediana que estaba atracada en el muelle junto a ellos—.

Bajaron de la barca con su maleta y una caja de herramientas para forzar el mecanismo de arranque. «¡Qué coincidencia!», pensó Sabas al leer el nombre de la lancha que estaban a punto de robar: el Alexandros. Marina lo notó también y sonrió mientras acariciaba su barriga. Por suerte encontraron las llaves adentro. No tardaron en estar de nuevo navegando con prisa rumbo a Volos, esta vez en una lancha de un modelo más reciente. Ya habría tiempo después para dar explicaciones y pedir disculpas. Lo importante en ese momento era llegar al hospital con su esposa y su bebé.

La siguiente media hora pasó sin mayores complicaciones, la tormenta había vuelto a cobrar fuerza, pero se sentía menos violenta a bordo del Alexandros. Marina bajó al camarote para descansar, pero regresó enseguida, agitada.

—Creo que nos metimos con la gente equivocada —dijo—. Adentro hay dos rifles y cajas con municiones.

En ese momento notaron que una lancha ligera se acercaba por detrás a gran velocidad.

—¡No, por favor! —dijo Sabas—. No una persecución con este tiempo de mierda. ¡Agárrate fuerte, cariño!

Hundió la palanca de aceleración hasta el fondo.

—Ok Google, cómo usar un rifle... —La lancha ligera acortaba la distancia. Marina estaba dispuesta a todo con tal de proteger a su bebé—.

—¿Te volviste loca, mujer?, olvida esos rifles e intenta contactarlos por la radio. Hay que explicarles nuestra situación, ¡rápido!

Marina logró encender la radio del Alexandros y una voz grave les ordenó que se detuvieran. Era la guardia costera que iba detrás de ellos. Ella trató de explicar la situación por la radio pero el guardacostas no escuchaba; solo repetía que se detuvieran y regresaran inmediatamente al muelle, insistía en que era muy peligroso navegar en esas condiciones.

Sabas vio a lo lejos algo parecido a una pared de agua, era un monstruo de ola. Tragó su saliva, echó un vistazo rápido al retrovisor y dejó de acelerar. La guardia costera hizo lo mismo. Giró el Alexandros para quedar con la proa encarando al temporal y esperó.

—¡Panagía, protégenos!

Sabas capeó las olas gigantes con maestría, con la precisión de un marinero experto, olvidándose por unos instantes de todo: de su esposa y su bebé en posición transversal, del motor averiado de su barca, del Alexandros robado, de los rifles de caza y el guardacostas con voz grave.

Cuando volvió en sí notó que el mar ya se había calmado y la guardia costera parecía no seguirlos más. La radio guardaba silencio y a lo lejos el cielo comenzaba a despejarse. Le vino a la mente el terremoto que azotó Skiathos el día en que él había nacido, y la tormenta de nieve que había inmovilizado la isla el día en que nació su padre. No cabía ya duda de que ese bebé era varón, y de que era su hijo. Sabas bajó al camarote y encontró a Marina concentrada, soplando con fuerza, aguantando el dolor de las contracciones. Se miraron brevemente y Marina sonrió. Sabas escupió y regresó a la proa.

Al llegar al puerto de Volos supieron de inmediato en dónde atracar; justo en frente de los carros de policía y la ambulancia que los esperaban con las luces de las sirenas prendidas, iluminando el andador con destellos rojos y azules. Antes de bajar de la lancha, Sabas se hincó sobre una rodilla y besó la barriga redonda de su esposa.

—¡Nos vemos pronto, pequeño Alexandros!

FIN

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