Sunday, April 09, 2023

La Playita

Mi esposo me aconsejó que no comprara el restaurante. Yo, a punto de cumplir cuarenta años y todavía sin hijos, necesitaba un proyecto nuevo de negocio. Y ese restaurante me parecía una magnífica idea.

—Hay algo que no me termina de cuadrar —me dijo Rogelio mientras masticaba con entusiasmo su taco de camarón—; el lugar está a reventar y la comida es deliciosa, pero se me hace que te lo están dejando muy barato. Sobre todo con el malecón recién estrenado. No tiene sentido, amor.

Así ha sido siempre mi gordo: muy analítico y racional. Le gusta darle mil vueltas a las cosas y le rehuye a cualquier tipo de riesgo. No se da cuenta de que a veces lo mejor es no pensar y dejarse llevar por los instintos. Por eso él es un asalariado más y yo una empresaria exitosa. Pero yo así lo quiero a Rogelio, aunque sea un miedoso. Le dije al dueño del restaurante que iba a necesitar unos días para pensarlo y ordenamos otra ronda de micheladas. Nos quedamos ahí tomando y platicando hasta que el sol terminó de esconderse por detrás de las montañas.

Ese negocio era lo que yo siempre había soñado: servir mariscos y cocteles frente al mar, relajada, a mi propio ritmo, tarareando cumbias y canciones tropicales. Bueno, en este caso era solamente algo parecido, pero me bastaba; el restaurante estaba a orillas de la presa La Boca, al sur de la ciudad. Bastante lejos del mar.

Yo estaba muy emocionada esa noche cuando regresamos a la casa. No sabía qué hacer con tanta energía que sentía subiendo por mis piernas, acumulándose con fuerza en medio de ellas. Le hice el amor a Rogelio como una bestia, lo dejé exhausto, con una sonrisa de bebé en su cara sonrosada y brillosa por el sudor. «A ver si esta vez me embarazo», pensé mientras recuperaba el aliento. Esperé unos minutos a que mi esposo se quedara dormido y le envié un mensaje al dueño de La Playita para cerrar el trato. Al día siguiente me convertí en restaurantera.

*   *   *

Rogelio había tenido razón. El restaurante era magnífico, pero no tenía futuro. Nada en ese lugar lo tenía. Se pronosticaban unas sequías duras y prolongadas en la región, se hablaba de que incluso podrían llegar a durar varios años. Para mi mala suerte el nivel del agua de la presa comenzó a bajar unas semanas después de haber hecho la compra. El turismo se desplazó gradualmente al otro lado de la presa, en donde el agua alcanzaba todavía para dar vueltas en motos o en lanchas pequeñas.

Frente a mi local se podía observar un área cada vez más extensa de tierra en donde antes habían flotado los catamaranes. Comenzó como un lodazal oscuro y espeso que se fue secando poco a poco bajo los rayos incesantes del sol hasta convertirse en un suelo yermo y duro. Agrietado, como nuestro matrimonio.

Esos años fueron muy difíciles para todos. Nos tuvimos que acostumbrar a hacer filas y filas, a esperar formados en el parque a las cinco de la mañana hasta que llegaran las pipas repartidoras. A cargar cubetas de agua sobre los hombros como si estuviéramos en un ejido de esos diminutos que se pierden en la sierra.

Y luego estaba el silencio acusador de Rogelio, resentido desde la compra del restaurante. Mi poca cautela había convertido nuestros ahorros en un negocio condenado a la quiebra. Sus ahorros, más que nada. Rogelio todavía no me podía perdonar por ese error. «¡Así son los negocios! —le decía yo—, a veces se gana y a veces se pierde».

El restaurante dejó de funcionar cuando ya no tenía sentido atender solo a dos o tres clientes por día. Por suerte nos quedamos con el salario de Rogelio y uno que otro negocio que a mí me fue saliendo.

Las cosas con mi gordo mejoraron con el tiempo. Una y otra vez, decepcionados, mirábamos de frente nuestra incapacidad de engendrar un hijo. Esa lucha constante terminó por profundizar nuestro cariño. Maduramos bajo el crisol de la desdicha compartida. Porque nos vimos más desnudos, nos conocimos más vulnerables, nos descubrimos estériles y secos.

Después de largas discusiones logré convencer a Rogelio de probar con la fertilización asistida. Los tratamientos eran carísimos y dolorosos. Los vimos uno a uno fracasar, mientras escuchábamos en las noticias lo costosos que eran los bombardeos de nubes que hacía el gobierno. Y a pesar de todo, seguíamos sin lluvia.

*   *   *

Rogelio y yo cenábamos en la terraza del restaurante. Habíamos reinaugurado La Playita unas semanas atrás, animados por los pronósticos del final de la sequía. Se sentía más humedad en el aire esos días y un ligero olor a tierra mojada invitaba a la esperanza. Como nosotros, muchos otros negocios estaban volviendo a abrir sus puertas. Yo no me podía aguantar las ganas de contarle la noticia a mi gordo. Mi sonrisa me delataba.

En nuestra mesa había un plato grande de mariscos y cuatro caballitos de tequila vacíos. Saqué de mi bolsa una hoja de papel doblada en tres y se la di a Rogelio para que la leyera. Se trataba de una carta de la agencia de adopción. Al parecer todo estaba listo para que recibiéramos a nuestro nuevo bebé. Sólo faltaba nuestra confirmación.

—¿No se te hace sospechoso que nos hayan aceptado la adopción así tan rápido? —me dijo Rogelio con la carta todavía en sus manos—, además no tenemos mucha información del niño, es como si tuvieran prisa por deshacerse de él. ¿No te parece, amor?

Le di un beso en los labios y ordené otra ronda de tequilas. Nos quedamos ahí sentados disfrutando el sonido de la lluvia, mirando en silencio cómo el sol se iba metiendo poco a poco detrás de las montañas.

FIN

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