Saturday, November 04, 2023

Fuego cruzado

Ahí estaba yo de nuevo en mi habitación de hotel de tres estrellas, pasando otra tarde solo frente al televisor después de un largo día de trabajo. Ya hacía muchos años que habían dejado de emocionarme los viajes de negocios, los lugares nuevos y los cuartos de hotel limpios y ordenados con sus cosméticos de bienvenida. Ahora yo sufría esos viajes con resignación, como una incomodidad más de las muchas que había que soportar para mantener a mi familia y pagar la hipoteca de la casa. 

Escuché algo parecido a un grito y apagué la tele. Unos quejidos provenientes de la habitación contigua traspasaron la pared e hicieron eco en el silencio de mi cuarto. Pude distinguir unas ráfagas discretas de placer femenino, gemidos cortos que retumbaban en mi cuerpo y lo tensaban. La chica de al lado no estaba sola, podía escuchar la respiración ronca de su pareja detrás del temblor de su voz. Me acerqué a la pared para escuchar mejor. Los vecinos hicieron una pausa y mi pulso se aceleró, ¿era posible que hubieran percibido el contacto de mi oreja contra su pared? Me tumbé sobre la cama y ellos volvieron a lo suyo, supuse que la interrupción habría sido tan solo una parada técnica para cambiar de posición. Busqué en el baño la botellita de crema humectante del hotel, tomé tres pañuelos desechables y regresé a la cama. Volví por otros tres pañuelos y miré mi rostro inquieto en el espejo del lavabo. Suspiré.


No pude evitar pensar en lo insípida que era mi vida sexual últimamente, ni en lo aburrida que había sido desde el principio. Ninguna de mis escasas novias había rechinado de placer como lo hacían siempre esas mujeres que me tocaban de vecinas en los hoteles. Sin embargo, yo nunca tuve el valor para exigirles nada, ni para dejarlas. Me quedaba siempre ahí junto a ellas forcejeando con mi frustración hasta que, por alguna razón sin importancia, ellas mismas decidían dejarme libre. Yadira, la primera de todas, la frígida, es a la que le debo mis más arraigadas inseguridades. No entendí nunca por qué esa obsesión suya de mantener en todo momento mis manos alejadas de su cuerpo. Éramos jóvenes y nos queríamos, ¿qué esperaba ella que hiciera yo con todo ese alboroto de mis hormonas? Ahora comprendo que debí haberme alejado de ella y de sus labios apretados de inmediato, como si fueran una plaga a punto de devorarme. Pero todo eso sucedió durante mis años de estudiante universitario. El fiasco de mi vida sexual adulta tenía su raíz en una etapa más temprana de mi vida: los inicios de mi adolescencia, cuando yo rondaba la edad que tenía mi hijo ahora.


Jorge dejaría ya muy pronto de soñar con monstruos de videojuegos y aventuras intergalácticas. Una noche que yo intuía cada vez más cercana, mi hijo se vería plantado frente a la puerta entreabierta de un baño en una casa cualquiera, uno de esos lugares genéricos que construye nuestra mente para armar las escenas de nuestros sueños. Abriría poco a poco la puerta con curiosidad, descubriría ahí adentro, detrás del vapor del agua hirviendo de la ducha, los senos firmes y apetecibles de su prima Vero, que habría comenzado ya a mudar su piel infantil en la de una mujer. Era mi deber como padre, como hombre, prevenir a mi hijo de ese primer despertar y sus posibles heridas. De no hacerlo a tiempo, anidarían en su conciencia, como placas duras de sarro, la culpa y la vergüenza: parásitos que tienden a enquistarse en las almas de los seres más puros e inocentes. Tenía que decirle a mi hijo que sería imposible alcanzar esos pechos en aquel plano onírico. Por más que lo intentara, sus manos nunca serían tan rápidas, su mente lo devolvería a la vigilia sudorosa en medio de la noche. Despertaría con una inquietud nueva clavada en el vientre, una tensión en los brazos y en las piernas y entre los muslos. Algo similar a lo que yo sentía ahora en ese cuarto de hotel escuchando esos gemidos a través de la pared. 

El crescendo de las voces de mis vecinos me regresó a mi habitación en el hotel, en donde yo humectaba desesperado una erección que, solitaria, se erguía orgullosa y no necesitaba de nadie más, era una con todas aquellas otras que, desde ese primer descubrimiento del deseo carnal frente a los pechos imaginados de mi prima, de sus labios y su piernas blancas y suaves, habían despertado y habían vivido intensamente conmigo ese pedazo corto de tiempo que les tocó existir.


Para mi sorpresa, los tres acabamos al mismo tiempo. Satisfecho, me di un baño y me senté frente al ordenador a preparar la junta de la mañana siguiente. Solo quedaba una reunión más antes de poder regresar a casa, me urgía ver a mi hijo. Tenía que hablar con él antes de que fuera muy tarde. Tenía que advertirle.

FIN

 

Friday, November 03, 2023

Habilitar un relato

Otra semana pasó y todavía no has escrito nada. Se te está haciendo costumbre comenzar tarde con los relatos. Llega el segundo viernes y se te nota preocupado. Andas todo gruñón, huyes de tu hija cuando se te acerca gateando para que juegues con ella, te sientas en el sofá disque a escribir en tu teléfono y terminas perdiéndote en los videos cortos del Facebook. A estas alturas ya deberías de tener tan siquiera la puntita de un hilo al que irle jalando para comenzar a tejer tu historia. Pero no se te ocurre nada.

La cosa es, en teoría, sencilla; es solo cuestión de levantarse por la mañana lo más temprano posible, salir del cuarto sin hacer ruido para no despertar a los demás, lavarse la cara, cambiarse la pijama, hacerse un café (con la puerta de la cocina cerrada para no despertar a nadie; la máquina de espresso nueva que compraste, precisamente para acelerar tu ritual matutino, resultó ruidosísima), llenar una jarra de agua y buscar un vaso limpio mientras tu escandaloso robot te prepara el café (si te sientes generoso puedes limpiar el desastre que dejaron tu esposa y tu hija la noche anterior en la cocina, pero sin extenderte demasiado limpiando porque se podría enfriar el café), llevar el agua y el café a la mesa de la sala, si la mesa está todavía embarrada de salsa de tomate con pedazos de brócoli y macarrones habrá que regresar con cuidado a la cocina y tomar un trapo húmedo (no te puedes arriesgar a que se manche el ordenador del trabajo, que es el que usas para escribir por las mañanas), limpiar la mesa, sacudir el mantel, llevar los platos sucios a la cocina (ahora no parece tan buena la decisión de ayer de irte a la cama sin darle una última pasada a la casa), sacar la computadora de la mochila, sentarse y, al fin, ponerse a escribir. Sencillo. 

Abre un documento nuevo y llámalo. ¿Acaso escuchaste a la niña toser?, qué importa, de todos modos ya son la ocho y tienes que arreglarte para comenzar a trabajar. Quizás por la tarde tengas más suerte y logres escribir algo, aunque sea solo el título.