Monday, March 06, 2023

Viviana

Hay dos historias ejemplares de transformación profunda en mi familia. Primero está el caso de Choncho, el ganso de mi tía Bety, que un día decidió que era en realidad una gansa y comenzó a poner huevos en una esquina del jardín. Luego está la historia de mi prima Viviana, a quien todo mundo sabe que es mejor mantener alejada de los gusanos, so pena de presenciar un despliegue de gritos y verle en la cara un espanto tan profundo que te lo contagia.

Digo gusanos, en general, para evitar nombrar la especie de estos bichos que se empeñaron en arruinarle la vida a mi prima. Me refiero a las larvas de los insectos del orden Lepidoptera: las orugas. Esos animalitos blandos y cilíndricos han seguido a Viviana desde sus primeros años de vida. Siempre que ella salía al jardín para jugar, en donde fuera que se instalara, ahí aparecía al menos uno de esos gusanitos verdes, arrastrándose con calma por la tierra mojada, obligando a la pequeña Viviana a continuar sus juegos en el interior. 

Viviana es una de esas personas que se despiertan todos los días de un humor terrible. Lo primero que hace cuando abre los ojos con pesar, todavía envuelta en sus sábanas tibias, es recitar una letanía de lamentos e insultos dirigidos a la pobre persona que se encuentre esa mañana junto a ella. Su esposo, Mateo, ya está más que acostumbrado a ese inofensivo exorcismo matutino de mi prima. La trata con mucho cariño, con la paciencia propia de un santo.

El jardín de la casa de mi abuelita —que se conecta con la casa de mi tía Bety, mamá de Viviana—, está lleno de plantas de todos los tipos. Hay papayas, mangos, limones, un chayote, dos aguacates, nogales, etc. Es una verdadera selva, en la que habitan muchos animalitos y una gran variedad de insectos, incluídos los susodichos gusanitos verdes. Una tarde, mientras los tres primos más pequeños jugábamos a que éramos unos huérfanos viviendo en el bosque; dos primos del grupo de “los grandes” nos sorprendieron con un palito de madera al que se había trepado una oruga mediana. La cosa escaló muy rápido. Viviana se echó a correr histérica, y la oruga la siguió por detrás, rauda, montada en su palito. Se metieron al cuarto de juegos que estaba al final del jardín. Las risas de mis primos se vieron interrumpidas por el llanto violento de Viviana. ¡Pobrecita de mi prima!, estaba inconsolable. Los agresores perdieron sus derechos de Nintendo 64 por el resto del verano. Desde entonces, Viviana juraba que podía oler a las orugas desde lejos; una habilidad que, por supuesto, nunca pudimos comprobar de manera objetiva. 

Con el paso de los años se hicieron más frecuentes las ocasiones en las que Viviana se retiraba de alguna fiesta o de algún pícnic, argumentando que le había llegado ese olor a gusano que sólo ella podía percibir. Se le notaba la incomodidad en la cara, y en la cantidad de cigarros que fumaba después para calmarse. Cuando nació su segundo hijo, Norberto, las cosas se pusieron todavía más serias. Ahora, la mera apariencia del órgano reproductor de su bebé, blando y cilíndrico, bastaba para dispararle la ansiedad. Según ella, evocaba en su forma el horror de una pequeña larva de mariposa recién nacida. Yo le ayudé a Mateo a calmar a mi prima cuando le dio el primer ataque de pánico. Acudieron a mí por ser psicólogo, y por ser primo. Ese asunto lo tratamos de manera estrictamente confidencial. Es por eso que en este relato he cambiado los nombres de los personajes, para preservar intacto el secreto profesional.

Después de unos meses en terapia con un psicólogo que le recomendé, Viviana comenzó a ver los primeros resultados: ya no tenía ningún problema con la “oruga” de su hijito. Pudo retomar la responsabilidad del cambio de pañales y los baños del bebé en su tinita. El problema fue que, ¿cómo decirlo sin sonar muy técnico?… El miedo… se transfirió, de la imagen de un gusano pequeño —que ahora le parecía inofensivo—, a la imagen de un gusano de mayor tamaño. Ya se imaginará el lector el susto que le dió a mi prima una noche, cuando ella y su inocente esposo se disponían a disfrutar de los placeres maritales. Vivieron casi un año en abstinencia forzosa, lo cual resultaba más frustrante, porque poco antes habían comenzado a intentar embarazarse de nuevo. En ese momento Viviana se dio cuenta de que la cosa no podía seguir así. Tenía que enfrentar su miedo. O morir en el intento.

Lo de experimentar con hongos alucinógenos lo sugirió Tatiana. Se le ocurrió después de que su mejor amiga fracasara en otros cinco intentos de superar su fobia. Tatiana, con su melena mayúscula y frondosa, como la de un león, acompañó a Viviana a pasar un fin de semana en un campamento terapéutico en la sierra de Oaxaca. 

Dicen que usar hongos es como hacer cinco años de psicoanálisis en una sola sentada. Los químicos que segregan las setas alteran los sentidos, de tal manera que cualquier experiencia se vuelve cien veces más intensa. 

Las dos amigas estaban en medio de su viaje, cada una sintiendo a su manera una conexión directa con el universo, cuando les entró un hambre bestial; podrían haberse comido una hiena entera. Les sirvieron unos tacos de carne de cerdo sobre una mesita del jardín. Comenzaron a comer con ansias, pero Viviana se levantó de su silla bruscamente: de un árbol cercano había caído sobre la mesa una oruga verde. Tatiana, sin pensar, la tomó con la mano, la metió en uno de sus tacos, y le dio una mordida.

—Viscoso pero sabroso —dijo, mientras masticaba ese taco de cerdo con gusano. 

Viviana le quitó lo que quedaba de su taco y se lo metió a la boca, masticando lo más rápido posible para evitar pensar en lo que estaba haciendo. Inmediatamente les comenzó un ataque de risa que les duró unos diez minutos. Luego vomitaron dos o tres veces y se quedaron profundamente dormidas sobre los colchones del campamento. 

Viviana durmió diez horas seguidas y, por primera vez en su vida, despertó con una sonrisa. «Buenos días mundo!», la escuchó Tatiana proclamar con entusiasmo al despertar esa mañana.

FIN

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