Tuesday, May 02, 2023

La vecina se fue

Le guardaron sus cosas en cajas de cartón y dejaron algunos de sus libros sobre las escaleras, en el área común del edificio, para ver si alguien los quería. Después de unos días de gente entrando y saliendo de su departamento, ayer, la vecina del piso de abajo al fin se había marchado. Mi esposa Elisa y yo habíamos esperado ese día desde hacía casi diez años, cuando nos mudamos a nuestro departamento en la calle Morelos y la vimos por primera vez, asomada desde su ventana con un cigarrillo en la boca. Pero ayer, cuando salí por la mañana rumbo al trabajo y vi el camión de la mudanza arrancar, cargado con sus cartones y sus muebles viejos y olorosos, algo se movió dentro de mí. No sé si fue alivio o remordimiento de conciencia lo que sentí. O las dos cosas mezcladas con un estupor incrédulo. Se me atoraron en el pecho unas fuertes ganas de volver el tiempo atrás y hacer las cosas de manera diferente. Pero intuí que ya era muy tarde.

Manejé en silencio durante todo el camino rumbo a mi oficina. No se me ocurrió encender la radio como lo hacía siempre. Ni siquiera me di cuenta de lo lento que avanzaba esa mañana el tráfico. Estaba sumido en un trance: acelerando, frenando y sintiendo culpa por nunca habernos acercado a ella a pesar de su evidente soledad. Es cierto que no ayudaban sus quejas constantes cada que escuchábamos música después del trabajo, ni los ladridos que soltaba cuando se nos caía algo al piso por accidente. Un piso delgado de duela de madera, viejo y chirriante como ella. Tampoco es que se hubiera esforzado mucho ella por regalarnos una sonrisa, aunque fuera fingida, cuando nos cruzábamos ocasionalmente en las escaleras del edificio, aquellos primeros años en los que todavía salía de tiempo en tiempo a la calle a caminar.

Al mediodía dejé mi lonche en el refrigerador de la oficina y salí a dar unas vueltas al parque para despejarme. Un grupo de niños jugaba en los jardines bajo la sombra de una hilera de álamos. Recordé con vergüenza nuestra actitud infantil ante sus desgracias. Nuestras risas pueriles y nuestros murmullos aquella noche cuando nos despertaron unas voces y sonidos de radios portátiles en la madrugada. Nos fuimos de puntitas a la cocina para asomarnos por la ventana y descubrimos sin sorpresa una ambulancia esperando en medio de la calle.

—Se la están llevando —dije.

—Ya era hora —contestó Elisa con un tono de satisfacción.

Al regresar a la cama hicimos el amor con energía, haciendo tantos ruidos como nos dio la gana, sin contenernos por miedo a sus gritos o a sus escobazos en el techo. Luego dormimos profundamente hasta las diez de la mañana.

Muchas veces intenté ponerme en sus zapatos y tratar de ver el mundo con sus ojos cansados y rencorosos. Tenía ganas de invitarla a tomar un té con nosotros y platicar con ella. Conocerla. Estaba seguro de que ese acercamiento nos haría bien a todos. Pero Elisa me lo prohibió. ¡Cómo la odiaba Elisa!

Nuestros amigos también la detestaban. Nos quejábamos de ella como quien habla sobre el clima o cuenta sus planes para las próximas vacaciones. Lo decíamos todo en voz alta y clara, para que se escuchara bien a través de nuestro piso de madera.

Cuando regresé del trabajo por la tarde, los libros sobre las escaleras me recordaron que la vecina se había ido. Me cambié de ropa y me tumbé en el sofá a escuchar un disco de Pink Floyd con los ojos cerrados. 

Algunas noches, al despertarme para ir al baño la escuchaba toser con claridad, como si su dormitorio fuera una habitación más de nuestro departamento. Con el tiempo me fui acostumbrando a ese rasguño vocal suyo, seco y constante. Rítmico.

Elisa llegó del consultorio y comenzó a hacer la cena. Un olor a cebolla caramelizada se coló en la sala, en donde yo seguía echado sobre el sofá escuchando Pink Floyd. Pensaba en cómo unos días atrás habíamos notado un tufo putrefacto proveniente de nuestra alacena, ese cuarto que por una falla de diseño conecta el aire de nuestro departamento con el de la vecina. En otras ocasiones ya se nos había metido por ahí un fuerte olor a especias orientales, de cuando una amiga suya la visitaba y le hacía de cenar. Esa vez Elisa abrió la puerta de la alacena tapándose la nariz con la otra mano.

—Ya se murió la bruja, ¡se está pudriendo! —dijo ella al percibir ese tufo penetrante.

—Es probable —contesté—, tiene casi noventa años.

—¿Y si le hablamos a la policía?

—No. Déjala. Mañana viene la señora que le ayuda.

Recuerdo que esa noche brindamos con champaña. Abrimos una de las botellas que habían quedado de nuestra boda unos años atrás. Esa madrugada desperté y caminé hacia el baño sin prender ninguna luz. El olor a podrido seguía ahí en nuestro pasillo, frente a la alacena. Esbocé una ligera sonrisa en la oscuridad. Pero antes de volver a quedarme dormido alcancé a escuchar una tos seca, y al cabo de un rato otra tos, y luego otra… Al día siguiente Elisa y yo limpiamos a fondo la alacena y descubrimos con tristeza un ratón muerto detrás de una pila de latas de conservas. Daba lástima el pobrecito animal ese, se había quedado ahí atorado detrás de las repisas, abandonado a su suerte el inocente.

Después de cenar una sopa de champiñones y unos bocadillos de queso de cabra con cebolla caramelizada, Elisa comenzó a enjabonar los trastos y a enjuagarlos. Mi trabajo consistía en secarlos y acomodarlos en los gabinetes.

—¿Se fue al asilo de ancianos? —preguntó ella.

—Yo qué sé. No la vi. No le pregunté.

Cambiamos de posiciones porque tocaba lavar las sartenes y Elisa odiaba hacerlo. El reloj de la pared de la cocina marcaba el paso del tiempo con un clic rítmico e incesante.

—Qué escándalo hace este reloj, ¿no crees? —dije sin levantar la vista del fregadero.

—¿Y si se fue por nuestra culpa? —dijo Elisa.

—Se fue por vieja —respondí mientras terminaba de enjuagar la última olla—, ya le tocaba.

FIN

2 comments:

Isi said...

Maravilloso :-)

Anonymous said...

Hola, Isi, muchas gracias por tu generoso comentario. ¡Te mando un abrazo!