Wednesday, January 04, 2023

Nada especial

Recuerdo la primera vez que escuché la voz de Sara Ortega. Estaba tomándome mi café en la cocina, disfrutando la tranquilidad de una mañana de lunes. Ese bendito momento en el que las niñas al fin regresan a la escuela y a la casa vuelve la paz. Pero el silencio fue interrumpido de pronto por la radio, que se sintonizó solita en una estación extraña. La cuarenta punto cuarenta, frecuencia modulada. 

El programa había comenzado hace sólo unos minutos. Lo supe porque todavía alcancé a escuchar la bienvenida de la invitada especial. Era una mujer con una voz muy simpática, que nos estaría contando sus experiencias esa semana por las mañanas. 
– Sólo aquí. En cuaren-ta cuaren-ta radio. ¡Regresamos después de una pausa comercial!
Me sorprendió que Sara fuera de mi edad y que fuera originaria de la misma ciudad que yo. «¡Vaya coincidencia!», pensé, mientras le subía el volumen a la radio. 

Las mañanas que siguieron, me pasé horas sentada en la cocina, taza tras taza de café, oyendo las aventuras de esa mujer que hablaba con una energía hipnotizante.

Escuchar a Sara era como escucharme a mí misma, viviendo otra versión de mi vida en un universo paralelo. Me contó sobre sus viajes a lugares remotos, sus años de estudiante en Francia y sus noviazgos fugaces con chicos y chicas de otros países. Había fundado varias empresas y proyectos de desarrollo en países pobres. Estaba de gira presentando su tercer libro, y en sus tiempos libres se dedicaba a la apicultura en el jardín de su casa. Esa mujer no tenía límites. Se había atrevido a vivir la vida a su manera.

Y yo. Yo aquí seguía, en el universo aburrido de Sandra González. Donde nada interesante sucedía. Atrapada entre el quehacer de mi casa y las vueltas interminables en el coche. Había que llevar a las niñas a sus clases y recógerlas unas horas después. Pasar al supermercado y llevar el auto al taller mecánico. Al final del día, compartir mi cama con Pablo. Un esposo equis. Ni gordo, ni flaco; ni feo, ni guapo. 

– Amoor. ¿Has visto mi corbata verde? La de rayitas.
– ¿Ya la buscaste en el cajón de las cor-ba-tas Pablo?
– Sí, y no la encontré. Por eso te pregunto.
– No, pues entonces no sé. Ponte otra corbata y apúrate, que ya van tarde las niñas. Y ya cállense por favor, que está comenzando mi programa de radio.

Esa mañana me sentía un poco ansiosa. Era jueves. Sólo le quedaban dos días al programa especial de Sara Ortega. Los últimos días habían sido muy intensos. Las historias de Sara habían encendido en mí un fuego peligroso. Una insatisfacción que ya llevaba años ahí, creciendo en silencio.

– Creo que me casé con un pendejo –dije en voz baja, mientras recorría mi cocina con la mirada, con curiosidad, como si la viera por primera vez. Después de diecisiete años de matrimonio, ya no me sorprendían para nada las babosadas de Pablo. Fue su sentido del humor lo que me hizo fijarme en él. Ahora, ya me sabía de memoria todos sus chistes. Anduvimos unos años de novios durante nuestros estudios. Fue una relación bastante cómoda. Idas al cine, amigos, fiestas, moteles de carretera. Lo normal. Yo había decidido dejarlo para irme a estudiar una maestría en Europa. Pero un buen día, de la nada, que me propone matrimonio. ¡Pum! 

El resto es historia.

Hablé con mi mejor amiga para una reunión de emergencia en nuestro café favorito. No me importó dejar la casa sucia ese día, ni faltar a la reunión de padres en la escuela. Esto era más importante. Quería divorciarme de Pablo. Lo tenía ya muy claro.

– Piénsalo bien Sandra, un divorcio es un asunto muy serio.
– Ya lo sé gacha. Pero siento que es lo correcto. Fue culpa de Pablo que yo no estudiara mi maestría en España. Gracias a él no pude vivir la vida que me tocaba vivir. Y todavía estoy a tiempo para corregirlo.

No recuerdo mucho de la mañana del viernes. Sólo mi dolor de cabeza y lo mucho que me costaba concentrarme. No había podido dormir bien. Tenía la boca seca y la mirada perdida. Seguía absorta en mis pensamientos. La noche anterior había estado a punto de echar todo por la borda. Pablo y yo discutimos por alguna tontería a la que yo le di mucha importancia. Lloré, le grité. Él me gritó y lloró. Pablo durmió en el sofá y yo pasé la noche dando vueltas en mi cama. Dándole vueltas a los últimos diecisiete años de mi vida. De nuestra vida. Común y poco interesante. Nada especial. Pero al final de cuentas, nuestra.

Preparé los almuerzos de las niñas y le di un beso a Pablo. Un beso diferente, con un ímpetu nuevo. No el beso acartonado y mecánico de todos los días. Cerré la puerta y encendí la radio. La estación cuarenta punto cuarenta emitía sólo interferencia. 

FIN

No comments: