Tuesday, January 31, 2023

Salsa verde

Desde que tomamos el taxi al aeropuerto, yo no dejaba de pensar en todo lo que íbamos a comer en México. Me costaba trabajo recordar la última vez que había probado unos buenos tacos de carnitas o unos chilaquiles con frijoles refritos. Hacía ya un poco más de dos años que no visitábamos a nuestra familia en Querétaro. Ya era justo y necesario ir a ver a la abuela. Además, ellos todavía no conocían a nuestra hijita, que acababa de cumplir cinco meses de nacida.

—Que qué quieres que te haga de comer para cuando lleguen, dice tu abuela.
—Dile que muchas gracias, mamá, pídele que me haga mis verdolagas en salsa verde, por favor.

La cocina de la casa de la abuela no era muy grande, pero alcanzaba para sentar a unas siete personas en su mesa redonda. Era el centro de gravedad de la familia Torres. En ella convivían a diario cuatro generaciones entre pláticas, risas, humo de cigarro, y todo un popurrí de aromas. Cada que íbamos de visita se armaba en esa casa una verdadera kermés: había un desfile de platillos mexicanos, escogidos de entre una lista casi interminable. Enchiladas queretanas, mole verde, mole de olla, pastel azteca, cuete de res… La abuela siempre se levantaba muy temprano y comenzaba el día en su cocina, amasando las tortillas, preparando la carne y picando verduras.

—A mí nunca me ha gustado cocinar mijo, yo lo hago nada más porque, si no, luego me aburro ¿sabes? A mí me choca repetir comidas. Si por mí fuera, yo me comería un guisado diferente cada día del año. —decía la abuela cuando le chuleábamos su comida.

Al entrar a la casa me llegó ese olor inconfundible del maíz calentado al fuego. La abuela estaba de seguro en la cocina, esperándonos con unas tortillas calientitas. Sobre la estufa nos esperaba también una cacerola grande de verdolagas con carne de cerdo. Mi comida favorita. Yo me estaba muriendo de hambre después de ese viaje tan largo desde Hamburgo. Pero no me pude sentar enseguida a comer. Primero tenía que bajar las maletas del carro y acomodar todo en nuestra habitación. Escuché unas voces provenientes de la cocina. Eran ya pasadas las siete de la tarde, los demás quizás ya habrían comenzado a cenar. Yo todavía tenía que cambiarle el pañal a la bebé, y ver en dónde podía acostarla para que se estuviera tranquila un rato. 

Cuando al fin terminé con mis deberes, me entró una llamada al móvil. Algo me decía que ese día no iba a poder comer tranquilo. Era un vendedor de la compañía telefónica, tratando de convencerme de activar un plan nuevo y muy exclusivo. Lo despaché rápido, aunque con amabilidad y respeto, como suelo hacerlo siempre. 

Al fin logré entrar a la cocina. La mesa estaba llena, pero mi tío ya había terminado de comer, y se levantó de prisa para cederme su lugar. Las manos de las tías se movilizaron para servirme mis verdolagas, unas tortillas de maíz y un pedazo de queso ranchero. Alguien destapó una cerveza, y unas manos acomedidas me la pasaron de inmediato. Alcancé a darle un trago antes de que el llanto de mi hija me distrajera de nuevo. Respiré hondo. Me levanté a ver qué pasaba con la niña e intenté consolarla, con mis recién adquiridas técnicas de padre primerizo, cargándola y llevándola a pasear por el jardín.

—¡Ándale, Beto, ya vente a cenar! —dijo la abuela, quien había salido a buscarme al jardín— y dame a la bebé, yo la puedo cargar un ratito mientras tú terminas de comer.

Ya con las manos libres de nuevo volví a mi lugar en la mesa. Le di unos tragos a la cerveza tibia mientras esperaba mi plato, que estaba siendo recalentado en el microondas. En eso sonó el timbre de la puerta. Era el repartidor de agua. «¿A estas horas?», pensé. Una tía me pidió por favor que fuera a abrir porque había que cargar unos garrafones, que eran muy pesados. Las verdolagas y yo seguíamos separados, y mi paciencia ya se estaba agotando. 

Un poco irritado, saqué mi plato del microondas, tomé mis cubiertos, y salí de la cocina con el plato en la mano, sin saber realmente a dónde me dirigía. Lo primero que se me ocurrió fue meterme al baño azul que estaba frente a las escaleras. Cerré la puerta con llave para que no me molestaran, y me senté sobre la tapa del retrete. Respiré hondo. Ahora sí, con el plato frente a mí, sobre los muslos, y al fin en silencio, pude probar mi cena. En paz. 

Esa salsa verde de tomatillo con chile serrano sabía justo a como yo la recordaba. A las interminables tardes de juego con mis primos en esa misma casa. A las carcajadas burlonas de mi prima. A nuestro asombro infantil ante los trucos de magia del abuelo. Al enojo de mi tía cuando sin querer rompimos la mesita de vidrio de su sala. A la paciencia agotada de mi madre, saliendo de la cocina irritada, con su desayuno en la mano, entrando en el baño azul, frente a las escaleras…

No comments: