Sunday, April 09, 2023

La Playita

Mi esposo me aconsejó que no comprara el restaurante. Yo, a punto de cumplir cuarenta años y todavía sin hijos, necesitaba un proyecto nuevo de negocio. Y ese restaurante me parecía una magnífica idea.

—Hay algo que no me termina de cuadrar —me dijo Rogelio mientras masticaba con entusiasmo su taco de camarón—; el lugar está a reventar y la comida es deliciosa, pero se me hace que te lo están dejando muy barato. Sobre todo con el malecón recién estrenado. No tiene sentido, amor.

Así ha sido siempre mi gordo: muy analítico y racional. Le gusta darle mil vueltas a las cosas y le rehuye a cualquier tipo de riesgo. No se da cuenta de que a veces lo mejor es no pensar y dejarse llevar por los instintos. Por eso él es un asalariado más y yo una empresaria exitosa. Pero yo así lo quiero a Rogelio, aunque sea un miedoso. Le dije al dueño del restaurante que iba a necesitar unos días para pensarlo y ordenamos otra ronda de micheladas. Nos quedamos ahí tomando y platicando hasta que el sol terminó de esconderse por detrás de las montañas.

Ese negocio era lo que yo siempre había soñado: servir mariscos y cocteles frente al mar, relajada, a mi propio ritmo, tarareando cumbias y canciones tropicales. Bueno, en este caso era solamente algo parecido, pero me bastaba; el restaurante estaba a orillas de la presa La Boca, al sur de la ciudad. Bastante lejos del mar.

Yo estaba muy emocionada esa noche cuando regresamos a la casa. No sabía qué hacer con tanta energía que sentía subiendo por mis piernas, acumulándose con fuerza en medio de ellas. Le hice el amor a Rogelio como una bestia, lo dejé exhausto, con una sonrisa de bebé en su cara sonrosada y brillosa por el sudor. «A ver si esta vez me embarazo», pensé mientras recuperaba el aliento. Esperé unos minutos a que mi esposo se quedara dormido y le envié un mensaje al dueño de La Playita para cerrar el trato. Al día siguiente me convertí en restaurantera.

*   *   *

Rogelio había tenido razón. El restaurante era magnífico, pero no tenía futuro. Nada en ese lugar lo tenía. Se pronosticaban unas sequías duras y prolongadas en la región, se hablaba de que incluso podrían llegar a durar varios años. Para mi mala suerte el nivel del agua de la presa comenzó a bajar unas semanas después de haber hecho la compra. El turismo se desplazó gradualmente al otro lado de la presa, en donde el agua alcanzaba todavía para dar vueltas en motos o en lanchas pequeñas.

Frente a mi local se podía observar un área cada vez más extensa de tierra en donde antes habían flotado los catamaranes. Comenzó como un lodazal oscuro y espeso que se fue secando poco a poco bajo los rayos incesantes del sol hasta convertirse en un suelo yermo y duro. Agrietado, como nuestro matrimonio.

Esos años fueron muy difíciles para todos. Nos tuvimos que acostumbrar a hacer filas y filas, a esperar formados en el parque a las cinco de la mañana hasta que llegaran las pipas repartidoras. A cargar cubetas de agua sobre los hombros como si estuviéramos en un ejido de esos diminutos que se pierden en la sierra.

Y luego estaba el silencio acusador de Rogelio, resentido desde la compra del restaurante. Mi poca cautela había convertido nuestros ahorros en un negocio condenado a la quiebra. Sus ahorros, más que nada. Rogelio todavía no me podía perdonar por ese error. «¡Así son los negocios! —le decía yo—, a veces se gana y a veces se pierde».

El restaurante dejó de funcionar cuando ya no tenía sentido atender solo a dos o tres clientes por día. Por suerte nos quedamos con el salario de Rogelio y uno que otro negocio que a mí me fue saliendo.

Las cosas con mi gordo mejoraron con el tiempo. Una y otra vez, decepcionados, mirábamos de frente nuestra incapacidad de engendrar un hijo. Esa lucha constante terminó por profundizar nuestro cariño. Maduramos bajo el crisol de la desdicha compartida. Porque nos vimos más desnudos, nos conocimos más vulnerables, nos descubrimos estériles y secos.

Después de largas discusiones logré convencer a Rogelio de probar con la fertilización asistida. Los tratamientos eran carísimos y dolorosos. Los vimos uno a uno fracasar, mientras escuchábamos en las noticias lo costosos que eran los bombardeos de nubes que hacía el gobierno. Y a pesar de todo, seguíamos sin lluvia.

*   *   *

Rogelio y yo cenábamos en la terraza del restaurante. Habíamos reinaugurado La Playita unas semanas atrás, animados por los pronósticos del final de la sequía. Se sentía más humedad en el aire esos días y un ligero olor a tierra mojada invitaba a la esperanza. Como nosotros, muchos otros negocios estaban volviendo a abrir sus puertas. Yo no me podía aguantar las ganas de contarle la noticia a mi gordo. Mi sonrisa me delataba.

En nuestra mesa había un plato grande de mariscos y cuatro caballitos de tequila vacíos. Saqué de mi bolsa una hoja de papel doblada en tres y se la di a Rogelio para que la leyera. Se trataba de una carta de la agencia de adopción. Al parecer todo estaba listo para que recibiéramos a nuestro nuevo bebé. Sólo faltaba nuestra confirmación.

—¿No se te hace sospechoso que nos hayan aceptado la adopción así tan rápido? —me dijo Rogelio con la carta todavía en sus manos—, además no tenemos mucha información del niño, es como si tuvieran prisa por deshacerse de él. ¿No te parece, amor?

Le di un beso en los labios y ordené otra ronda de tequilas. Nos quedamos ahí sentados disfrutando el sonido de la lluvia, mirando en silencio cómo el sol se iba metiendo poco a poco detrás de las montañas.

FIN

Wednesday, March 29, 2023

La nota

Aarón bostezó de nuevo, cerró su libro de historietas y lo dejó sobre su mesita de noche, junto a un montón de tubos de esmalte de uñas y cremas faciales. Eran los cosméticos de su prima Alejandra, con quien compartía su cuarto desde hacía seis meses. Se puso sus audífonos y comenzó a escuchar un álbum de Gun’s and Roses. Miró el sostén rojo que colgaba del pilar de la cama de su prima, se metió un poco más en su cobija y cerró los ojos.

Alejandra se quedaría con sus tíos por un tiempo indefinido. Hasta que su madre regresara de la clínica de rehabilitación Nuevos Caminos. Los padres de Aarón intuían que no había sido una buena idea juntar a los primos en el mismo cuarto, pero no habían tenido otra alternativa; solo contaban con un dormitorio para los dos adolescentes.

Esa mañana Aarón y su prima llegaron a la preparatoria juntos, como de costumbre. Aarón repasaba en su mente una lista de estructuras celulares para su examen de biología. Al abrir su casillero un papelito cuadrado salió volando y aterrizó frente a sus pies. Parecía ser una nota escrita a mano.

—¡Mierda!, ¿qué chingados es esto? , ¿quién? —murmuró Aarón nervioso mientras leía la nota. Hizo una bola pequeña con el papel y se lo metió deprisa al bolsillo del pantalón.

—¿Qué pasó, Aarón?, te noto un poco tenso. No me digas que otra vez no estudiaste para el examen. —Omar, su mejor amigo, no había alcanzado a ver la nota. Solo había visto a Aarón enderezarse con una expresión de asco en la cara, como si acabara de abrirle el pecho a una rana de laboratorio.

—Ahorita vengo, wey. Creo que estoy en problemas. Necesito encontrar a mi prima antes de que... —Aarón se dio cuenta de que estaba diciendo demasiado—. Te veo al rato.

Omar se quedó en medio del pasillo, confundido, viendo a su amigo alejarse de prisa.

Alejandra no contestaba a sus mensajes de texto. Aarón llevaba ya un buen rato buscándola por todos lados. Iba y venía por los largos pasillos de la preparatoria. Sentía las miradas de sus compañeros vigilándolo, como si todos supieran las cosas terribles que había hecho. «No es posible, no, no. Nadie sabe. Cálmate Aarón, hay que encontrar a Alejandra». Respiró profundamente y decidió continuar con su búsqueda en la capilla, al fondo del patio.

Le llegó un nuevo mensaje de texto, era de Omar, su mejor amigo. Lo ignoró; no tenía cabeza para otra cosa que no fuera encontrar a su prima. Se detuvo frente a una pesada puerta de madera con una cruz de vidrio en el centro. Nada más ver el símbolo cristiano, Aarón sintió un malestar general; algo en su interior le decía que no era digno de entrar a ese lugar. Ni tampoco su prima. Todo eso era culpa de Alejandra. De su risita traicionera y sus estúpidas tangas de colores.

Aarón se acercó a su banca de siempre, pegada a la pared trasera de la nave central. No había encontrado a su prima en la capilla, pero pensó que le vendría bien un descanso; necesitaba calmarse. Comprobó nuevamente que no hubiera nadie más ahí y se tumbó en la banca. Estaba exhausto.

—¿En qué chingados estabas pensando, pendejo? —se dijo a sí mismo en voz baja, sosteniendo su cabeza con las dos manos—, ¿no te bastó con agarrarle las tetas esa noche, verdad?, y luego robarle sus calzones, ya ni la chingas, cabrón, ¡es tu prima, pinche puerco!, ¿y en qué momento de estupidez se te ocurrió tomar esas malditas fotos? Ya valió madre, todos se van a enterar. Ay, Diosito ayúdame por favor…

—¿De qué tipo de fotos estamos hablando, señor Gutiérrez? —dijo una voz grave proveniente de la sacristía. El padre Mario apareció de repente y se acercó a Aarón. Se sentó a su lado, con la calma de un viejo sacerdote que conoce bien su oficio—. ¿Se puede saber de qué estabas hablando hace un momento, hijo?

—Hola, padre. No lo había visto —dijo Aarón tartamudeando—. No, no es nada. Es solo una tontería. Me tengo que ir. Disculpe. —Salió de la capilla con movimientos torpes, preguntándose si no había sido quizás muy irrespetuoso con el padre Mario.

Aarón entró de nuevo al edificio principal con la esperanza de encontrar a su prima. En ese preciso momento entraron sus padres por la puerta de enfrente y se dirigieron a la oficina del director. «¡Justo lo que me faltaba! —pensó desesperado al notar la presencia de sus padres—, de seguro ya se corrió la voz y los mandaron llamar. ¡Me van a matar!». Pensó en escapar, llenar una maleta de ropa y agarrar un camión a otra ciudad. Comenzar una vida nueva… Se escondió en un aula y decidió contarle todo a Alejandra en un mensaje: “¡Perdóname, prima! Nos descubrieron. Fue mi culpa, saqué unas fotos sin que te dieras cuenta, perdón”.

Después de unos minutos se comenzó a preguntar por qué todavía no lo habían llamado a la oficina del director. Alejandra todavía no había leído su último mensaje. Pensó en borrarlo. Le temblaron las manos. Exhaló y guardó su teléfono. ¿En dónde se estaba escondiendo su prima?

Se dio por vencido y decidió entregarse a las autoridades.

Los padres de Aarón estaban en una reunión con el director del colegio. Alejandra estaba con ellos en la pequeña oficina de la dirección. Discutían una broma pesada que la adolescente había hecho el día anterior, metiendo notas misteriosas en todos los casilleros del colegio. Sobre el escritorio estaba la evidencia: decenas de papelitos cuadrados con una frase escrita a mano: “¡Sé lo que hiciste, cabrón!”. De pronto se abrió la puerta de la dirección y entró un chico con los ojos rojos e hinchados. Era Aarón.

—¡Solo fue una vez!, ¡perdón! —dijo arrepentido—. Solo le agarré las tetas, no pasó nada más, ¡lo juro! Ni siquiera nos quitamos la ropa. Aquí traigo sus calzones rositas, ya no los quiero. —Hizo una pausa para sacar algo de su mochila y notó que su prima estaba en la habitación—. Alejandra, tú cuéntales, tienen que creernos. No lo volveré a hacer. ¡Lo prometo!

FIN

Wednesday, March 15, 2023

La boda del amigo

Ernesto Santiago decidió no llevar acompañante a la boda de Beto y Carla. No estaba saliendo con nadie por el momento y no quiso molestar a ninguna de sus exes en un fin de semana tan competido. Estaba iniciando el verano. A él normalmente le encantaban las fiestas y los eventos sociales, pero esa noche sentía que algo le incomodaba. Se revisó el pantalon de su traje de sastre para ver si no estaba muy ajustado. No era la ropa lo que le causaba esa opresión en el estómago.

Estaba sentado en la mesa de siempre, la de los cuates: con sus mejores amigos y sus esposas. Y en medio de esas tres parejas estaba, como siempre, él. Ernesto Santiago, acompañado de una esbelta copa de Martini. La noche era perfecta para celebrar una fiesta al aire libre. La luna llena iluminaba los jardines del club campestre y de vez en cuando se colaba entre las mesas un viento refrescante. Beto era el último en casarse de su grupo de amigos —excluyéndolo a él, por supuesto—. Todos pasaban de los treinta años y tenían buenos trabajos en la ciudad.

—Ya sólo faltas tú Ernesto Santiago —le dijo su amigo mientras palmeaba su espalda con cariño.
—No empieces David, ya sabes que eso del amor a mí no se me da. Yo jamás me voy a casar. Mejor cuéntame. ¿Cómo van las cosas con ese negocio en Espa… —Las notas de la primera canción de la noche lo interrumpieron. Era una balada romántica que invitaba a las parejas a la pista de baile.
—Perdón wey, el deber me llama. Ahorita regresamos —dijo David, disculpándose por dejarlo solo en la mesa para ir a bailar con su esposa.

Ernesto Santiago le dio un trago a su copa y miró a su alrededor. Su mesa se había vaciado en cuestión de segundos. Muchos habían respondido también al llamado de la música. Decidió ir a dar una vuelta por las demás mesas, a ver si encontraba a alguien interesante para platicar un rato, o con algo de suerte, hasta para bailar. Comprobó la exactitud de su peinado, llevando la mano con cuidado desde su frente hasta su nuca. Dio un respiro profundo, sonrió, y se levantó de su asiento. Vio a lo lejos a una mujer muy guapa sentada en una mesa vacía. Era una prima de su amigo Beto. La que se había divorciado recientemente. La había visto en algunas ocasiones, pero nunca había hablado con ella. Le pareció muy atractiva esa noche, llevaba un vestido rojo entallado que le resaltaba su figura. La prima de Beto se levantó de su mesa y comenzó a bailar sola. Ernesto Santiago no sabía si acercarse a ella o no. Parecía que la estaba pasando muy bien consigo misma. Al final decidió no molestarla y se fue al bar para servirse otro trago.

Encontró un área muy bonita con mesitas en un jardín aledaño, ideal para descansar los oídos. Ahí estaba sentado solo un hombre mayor, fumándose un puro. Le pidió permiso para hacerle compañía. Era un tío de su amigo Beto, el de la boda. Estuvieron ahí platicando un buen rato bajo la luz de la luna. Hablaron de whiskey, de ópera, de la difunta esposa del tío y lo mucho que la extrañaba… Resultó que la atractiva mujer del vestido rojo era su hija, Soledad. Después de unos cuantos tragos, Ernesto Santiago le agradeció al señor por su grata compañía y regresó al jardín principal. La noche ya había valido la pena.

Más tarde, cuando comenzó la salsa, Ernesto Santiago se plantó delante de Soledad y le ofreció su mano derecha, sonriente. Bailaron hasta que se les acabó la fiesta, con sus respectivas pausas para tomar algo e ir a saludar a los novios.

Al día siguiente Ernesto Santiago se levantó con cautela de su cama, recogió del piso un vestido rojo, lo dobló, lo colocó sobre una silla, y se fue de puntitas a la cocina a preparar el desayuno. Después de desayunar con Soledad, le dio las gracias por la noche que pasaron juntos y sugirió que se volvieran a ver. Intercambiaron sus teléfonos y se despidieron con un beso en los labios. 

Ya solo en su departamento, Ernesto Santiago sacó de su armario un kit de caligrafía y comenzó a escribir una nota de agradecimiento para Beto y Carla por la boda: «…por cierto, he decidido que me voy a casar el año que entra, en verano. Enviaré más información en las próximas semanas. Por lo pronto sepan esto: me casaré a mí mismo. Ernesto & Santiago. Save the date!»

Monday, March 06, 2023

Viviana

Hay dos historias ejemplares de transformación profunda en mi familia. Primero está el caso de Choncho, el ganso de mi tía Bety, que un día decidió que era en realidad una gansa y comenzó a poner huevos en una esquina del jardín. Luego está la historia de mi prima Viviana, a quien todo mundo sabe que es mejor mantener alejada de los gusanos, so pena de presenciar un despliegue de gritos y verle en la cara un espanto tan profundo que te lo contagia.

Digo gusanos, en general, para evitar nombrar la especie de estos bichos que se empeñaron en arruinarle la vida a mi prima. Me refiero a las larvas de los insectos del orden Lepidoptera: las orugas. Esos animalitos blandos y cilíndricos han seguido a Viviana desde sus primeros años de vida. Siempre que ella salía al jardín para jugar, en donde fuera que se instalara, ahí aparecía al menos uno de esos gusanitos verdes, arrastrándose con calma por la tierra mojada, obligando a la pequeña Viviana a continuar sus juegos en el interior. 

Viviana es una de esas personas que se despiertan todos los días de un humor terrible. Lo primero que hace cuando abre los ojos con pesar, todavía envuelta en sus sábanas tibias, es recitar una letanía de lamentos e insultos dirigidos a la pobre persona que se encuentre esa mañana junto a ella. Su esposo, Mateo, ya está más que acostumbrado a ese inofensivo exorcismo matutino de mi prima. La trata con mucho cariño, con la paciencia propia de un santo.

El jardín de la casa de mi abuelita —que se conecta con la casa de mi tía Bety, mamá de Viviana—, está lleno de plantas de todos los tipos. Hay papayas, mangos, limones, un chayote, dos aguacates, nogales, etc. Es una verdadera selva, en la que habitan muchos animalitos y una gran variedad de insectos, incluídos los susodichos gusanitos verdes. Una tarde, mientras los tres primos más pequeños jugábamos a que éramos unos huérfanos viviendo en el bosque; dos primos del grupo de “los grandes” nos sorprendieron con un palito de madera al que se había trepado una oruga mediana. La cosa escaló muy rápido. Viviana se echó a correr histérica, y la oruga la siguió por detrás, rauda, montada en su palito. Se metieron al cuarto de juegos que estaba al final del jardín. Las risas de mis primos se vieron interrumpidas por el llanto violento de Viviana. ¡Pobrecita de mi prima!, estaba inconsolable. Los agresores perdieron sus derechos de Nintendo 64 por el resto del verano. Desde entonces, Viviana juraba que podía oler a las orugas desde lejos; una habilidad que, por supuesto, nunca pudimos comprobar de manera objetiva. 

Con el paso de los años se hicieron más frecuentes las ocasiones en las que Viviana se retiraba de alguna fiesta o de algún pícnic, argumentando que le había llegado ese olor a gusano que sólo ella podía percibir. Se le notaba la incomodidad en la cara, y en la cantidad de cigarros que fumaba después para calmarse. Cuando nació su segundo hijo, Norberto, las cosas se pusieron todavía más serias. Ahora, la mera apariencia del órgano reproductor de su bebé, blando y cilíndrico, bastaba para dispararle la ansiedad. Según ella, evocaba en su forma el horror de una pequeña larva de mariposa recién nacida. Yo le ayudé a Mateo a calmar a mi prima cuando le dio el primer ataque de pánico. Acudieron a mí por ser psicólogo, y por ser primo. Ese asunto lo tratamos de manera estrictamente confidencial. Es por eso que en este relato he cambiado los nombres de los personajes, para preservar intacto el secreto profesional.

Después de unos meses en terapia con un psicólogo que le recomendé, Viviana comenzó a ver los primeros resultados: ya no tenía ningún problema con la “oruga” de su hijito. Pudo retomar la responsabilidad del cambio de pañales y los baños del bebé en su tinita. El problema fue que, ¿cómo decirlo sin sonar muy técnico?… El miedo… se transfirió, de la imagen de un gusano pequeño —que ahora le parecía inofensivo—, a la imagen de un gusano de mayor tamaño. Ya se imaginará el lector el susto que le dió a mi prima una noche, cuando ella y su inocente esposo se disponían a disfrutar de los placeres maritales. Vivieron casi un año en abstinencia forzosa, lo cual resultaba más frustrante, porque poco antes habían comenzado a intentar embarazarse de nuevo. En ese momento Viviana se dio cuenta de que la cosa no podía seguir así. Tenía que enfrentar su miedo. O morir en el intento.

Lo de experimentar con hongos alucinógenos lo sugirió Tatiana. Se le ocurrió después de que su mejor amiga fracasara en otros cinco intentos de superar su fobia. Tatiana, con su melena mayúscula y frondosa, como la de un león, acompañó a Viviana a pasar un fin de semana en un campamento terapéutico en la sierra de Oaxaca. 

Dicen que usar hongos es como hacer cinco años de psicoanálisis en una sola sentada. Los químicos que segregan las setas alteran los sentidos, de tal manera que cualquier experiencia se vuelve cien veces más intensa. 

Las dos amigas estaban en medio de su viaje, cada una sintiendo a su manera una conexión directa con el universo, cuando les entró un hambre bestial; podrían haberse comido una hiena entera. Les sirvieron unos tacos de carne de cerdo sobre una mesita del jardín. Comenzaron a comer con ansias, pero Viviana se levantó de su silla bruscamente: de un árbol cercano había caído sobre la mesa una oruga verde. Tatiana, sin pensar, la tomó con la mano, la metió en uno de sus tacos, y le dio una mordida.

—Viscoso pero sabroso —dijo, mientras masticaba ese taco de cerdo con gusano. 

Viviana le quitó lo que quedaba de su taco y se lo metió a la boca, masticando lo más rápido posible para evitar pensar en lo que estaba haciendo. Inmediatamente les comenzó un ataque de risa que les duró unos diez minutos. Luego vomitaron dos o tres veces y se quedaron profundamente dormidas sobre los colchones del campamento. 

Viviana durmió diez horas seguidas y, por primera vez en su vida, despertó con una sonrisa. «Buenos días mundo!», la escuchó Tatiana proclamar con entusiasmo al despertar esa mañana.

FIN

Thursday, March 02, 2023

Una carrera hasta el mar

La carrera al mar fue nuestro juego favorito durante tres veranos seguidos. Andrea y yo éramos grandes corredores. Ella era rápida para ser una chica, me ganaba todas las veces, a pesar de ese problema que tenía en los huesos corría más rápido que nadie. La conocí en un pueblo de pescadores en la costa de Quintana Roo, a unos kilómetros de Chetumal. Ahí teníamos una casa que había pertenecido a mis abuelos y a la que íbamos todos los veranos para escapar del frenesí de la Ciudad de México. Andrea vivía en ese pueblo con su hermano mayor y sus padres. La carrera al mar nos divertía muchísimo; madrugábamos sólo para la carrera, el momento perfecto era el amanecer o la última hora de la tarde cuando al sol rojo ya se lo había tragado el mar y no podía cegarnos. Fue nuestro juego favorito hasta que pasó lo de la estrella. Entonces cambiamos de juego.

Una tarde, después de nuestra carrera, caminábamos de regreso por la costa cuando vimos una estrella fugaz. Parecía que había caído cerca de nosotros, en el mar. Andrea corrió por un sendero que llevaba a una playa pequeñita, en la misma dirección en la que habíamos visto la estrella caer. Yo la seguí, estaba acostumbrado a correr detrás de ella, me gustaba ver el vaivén de su melena negra frente a mí. Era un lugar romántico al que iban las parejas para ver el atardecer. Andrea estaba sentada en la arena, junto a sus zapatos, estudiando atentamente un objeto que tenía en sus manos. Era un anillo muy bonito con un montón de diamantes finos. Parecía de verdad, no una de esas joyas de fantasía que uno conseguía en el mercado por menos de lo que costaba un kilo de Merluza. ¡Qué suerte la nuestra! Habíamos encontrado un tesoro gracias a la estrella.

Al día siguiente regresamos a la misma playa para ver si encontrábamos más cosas. Todavía no podíamos creer lo que había pasado la tarde anterior. Me llevé un viejo detector de metal que había pertenecido a mi abuelo. Andrea traía el anillo en el bolso de su pantalón y lo tocaba de vez en cuando para asegurarse de que siguiera ahí. Vimos a un señor con una nariz larga y una enorme papada, como un pelícano. Estaba dando vueltas y vueltas en el mismo sitio. Era claro que él también estaba buscando algo en la arena. Cuando nos vio, nos preguntó por el anillo. Había perdido la sortija la tarde anterior, cuando iba a proponerle matrimonio a su novia. Andrea y yo nos miramos a los ojos sin saber qué hacer. Yo me adelanté a contestar, cortándole la palabra a Andrea. Dije que nosotros no habíamos visto nada. Esa tarde le ayudamos al señor a buscar su anillo perdido unas horas. Luego nos fuimos a la casa de Andrea con el anillo en la bolsa y una propina que nos dejó el señor pelícano por nuestra ayuda inútil.

Le contamos lo sucedido a Ignacio, el hermano mayor de Andrea. Se rió de nuestra historia y sugirió que regresáramos el anillo, pero ya era muy tarde. Iba a ser imposible encontrar de nuevo al señor ese. Ignacio usaba una silla de ruedas desde hacía unos años por un problema que tenía en sus huesos, era lo mismo que tenía Andrea. A pesar de su enfermedad, él podía manejar y se movía a todos lados en su pickup verde. Esa tarde Ignacio se fue con el anillo a Chetumal y regresó con un fajo de billetes. Lo había vendido en una joyería en el centro. Nos dividimos el dinero en dos, y le dimos algo a él en agradecimiento. Esa lana le serviría para su tratamiento: estaba terminando de pagar una terapia para fortalecer sus piernas. Su doctor le había dicho que ya pronto podría caminar de nuevo.

Desde ese día, Andrea y yo cambiamos de juego. El nuevo juego era mucho más gratificante que correr rumbo al mar hasta cansarnos. Ahora buscábamos objetos perdidos en las playas aledañas. Imaginábamos a sus dueños y nos divertíamos inventando historias de sus vidas. Éramos como los pescadores que veíamos a veces en el mar, cerca de la línea del horizonte. Echábamos nuestras redes en las playas, con paciencia. Madrugábamos para encontrar las playas frescas, con la basura de la noche anterior y, con algo de suerte, algunas cosas valiosas que la gente dejaba olvidadas. Fuimos varios días a pescar en la arena, pero no volvimos a encontrar nada tan valioso como ese anillo de diamantes.

Ignacio hizo un festejo en su casa para celebrar que ya podía caminar de nuevo. Había terminado rápido con la terapia gracias al fajo de billetes que Andrea y yo le habíamos regalado. Al final se lo habíamos dado todo para limpiarnos la conciencia. El doctor de Ignacio era el invitado de honor aquella tarde. Había venido desde Chetumal con su prometida a festejar la recuperación de su paciente. Andrea me volteó a ver con los ojos bien abiertos, haciéndome una seña para que me diera la vuelta. Un doctor con cara de pelícano había llegado a la fiesta.

—Mira amor, estos son los niños que me ayudaron a buscar el anillo —dijo el doctor a su pareja, acercándose a nosotros.
—Hola señor, ¡qué coincidencia!, ¿encontró siempre el anillo que buscaba? —le respondí tratando de no sonar cínico.
—No mijo, ya no pude encontrar ese anillo. Pero eso ya no importa. Compré otro, uno con más diamantes. ¡Y Danielita, aquí, me dió el sí! Eso es lo que importa.

Fue un festejo lindo. Todos estaban muy felices por Ignacio esa tarde. A mí me comenzaba ya ese dolor de panza que conocía muy bien, era como un presagio de que ya se estaba acabando el verano. En unos días empacaríamos nuestras cosas y nos subiríamos a nuestra mini van rumbo a la ciudad.

Una última carrera al mar, como siempre, antes de despedirnos y volver a nuestras vidas normales. Andrea se detuvo a la mitad del camino, le dolían mucho las piernas y dijo que ya no podía más. Era la primera vez que la veía cansada. Más bien, adolorida. Me preocupó un poco verla así: eso mismo le había pasado a su hermano unos años antes. Así habían comenzado sus problemas con las piernas. Vimos otra estrella fugaz, una muy radiante, pues la pudimos ver aunque todavía no era de noche. Bajamos juntos a la playa. Esa vez no encontramos ningún diamante, pero Andrea se me acercó y me dio un beso. Era la primera vez que yo sentía la humedad de unos labios en los míos. Le prometí a Andrea que volvería. Todos los veranos de mi vida.

Llevo diez meses juntando dinero en caso de que Andrea necesite una terapia como la de su hermano Ignacio. Me voy los fines de semana a pescar al metro en la hora pico, en la estación Norte 45. Es esa estación del ícono rojo con una estrella. Mi estrella fugaz. Me encuentro de todo: relojes, carteras y en ocasiones hasta celulares. A veces tengo que echarme unas carreras hacia el mar de gente, para perderme. Corro fuerte, como en el verano, siguiendo el vaivén de la melena juguetona de Andrea hacia el mar.

Tuesday, February 28, 2023

Los últimos días


Los últimos días de vacaciones no deberían de existir. No sirven para nada, nada más para ponerse uno nostálgico. Para mí lo peor de todo son las despedidas, y el silencio pesado del viaje de regreso, de vuelta al mundo real. De vuelta a caminar con prisa, a usar zapatos cerrados y pantalones largos, a que los días se parezcan a cualquier otro, sin el asombro diario ante la inmensidad del mar.

Tuesday, February 21, 2023

Míster Carnes

Hacía ya casi cuarenta años desde que mi padre me había pasado la carnicería. Yo no se la podía dejar a cualquier persona. Debía de ser alguien especial, eso lo sabía. Pero no tenía ningún candidato todavía.

Yo le había ayudado a mi padre desde que era un niño. Me sentaba en un banquito alto en frente de la vitrina de las carnes con un matamoscas azul en la mano. Mi trabajo era espantar a esas moscas regordetas que entraban volando al local por la puerta de enfrente para posarse sobre un lomo o sobre un pedazo de costillas. Les daba sus buenos raquetazos a esas moscas golosas, y las tiraba al piso ya medio muertas, dando sus últimas patadas antes de dejar de respirar. Luego crecí y mi padre me hizo su asistente. En esos años aprendí todo sobre Míster Carnes. Después de un tiempo, cuando murió mi viejo, me tocó a mí ser el carnicero. Pasé casi cuarenta años en ese mismo local frente a la plaza. Todos los días, hasta los domingos. Ganándome la vida. 

Después de tantos años ya me tocaba a mí retirarme. No aguantaba la espalda de tanto cargar bultos, además traía un dolor en el hombro derecho que no se me quitaba ni con acupuntura. Mis dos hijos se habían ido del pueblo para estudiar. Ninguno de los dos quería quedarse con el negocio, decían que estaban muy ocupados con sus vidas en la ciudad. 

Yo no estaba durmiendo bien esos días. Me dolía la panza nada más pensar en que quizás tendría que cerrar Míster Carnes después de haberle dedicado toda una vida a ese negocio. Mis clientes se perderían y se acabaría la tradición de la familia. Luego estaba lo de mi hijo Víctor, el menor: me salió con que era vegano. Decía que ya no comía carne, el muy cabrón. Yo me retorcía en la cama del coraje, en silencio para no despertar a mi esposa. Me daban las cuatro o cinco de la mañana con el ojo pelón, y ya mejor me levantaba para empezar el día.

Un martillazo. ¡Plum! Bien dado en el centro de un pedazo de cuadril de res. ¡Paf! La carne debía estar bien jugosa, y se aplastaba con el mazo para hacer unos bistecs suaves y alargados. El secreto de mis famosos bistecs de res era que la carne estuviera bien jugosa, con mucha sangre. ¡Plum! Unas gotitas de sangre salían disparadas al aire en todas las direcciones. Un grupo de gotas rojas se estampaba casi siempre en el mismo lugar: en la pared que estaba junto a la mesa de trabajo. Se embarraban sobre una mancha de sangre seca, debajo de un calendario con fotos de vacas felices pastando en los Alpes.

—Buenos días, vengo por los bistecs de la señora Sara —anunció un cliente que acababa de entrar, vestido para ir a jugar tenis, todo de blanco: playera polo, shorts, calcetines y zapatos blancos.
—Ya casi están listos Rafa —Lo reconocí por su voz. Era Rafa, el hijo de doña Sara.
—También le traigo el catálogo de Avon para su señora —dijo Rafa mientras dejaba el catálogo sobre la vitrina de las carnes—. Hay unos perfumes muy buenos y baratos este mes.

¡Plaf! Otro grupo de gotitas, de un rojo todavía más intenso, salieron volando más alto que de costumbre. Casi a la altura de la estampita que había colgado mi esposa en la pared: una de un santo sobre un caballo blanco picándole la cabeza a un dragón con una lanza. Unas gotitas cruzaron el aire sobre la vitrina de las carnes y se estrellaron en la playera blanca de Rafa. Otras más cayeron en sus calcetines blancos con una doble u roja en los lados. Rafa no se dio cuenta de aquellas manchas espantosas en su ropa. Estaba distraído viendo el fútbol en una televisión chiquita que colgaba en una esquina del cuarto.

Hice una pausa para descansar el hombro y miré detenidamente a Rafa. Estaba ahí de pie, esperando pacientemente, con su traje blanco de tenista. Impecable. Excepto por esa mancha de sangre de vaca en su playera y sus calcetines. En ese momento me llegó la inspiración como un relámpago. Comprendí el significado de aquel accidente con las gotitas de sangre. Era una señal de Dios. Una epifanía, como decía el padre Manuel. Rafa era el elegido para quedarse con el negocio. Había recibido ahí mismo su bautismo de sangre. 

Todo tenía mucho sentido: Rafa era un muchacho muy trabajador, andaba siempre de casa en casa vendiendo sus cremas y sus perfumes. Y era además un muchacho muy disciplinado. El tenis lo había preparado para su verdadera vocación: la carnicería. No tendría ningún problema con el matamoscas, que pesaba mucho menos que una raqueta de grafito. Y sus hombros, tan fuertes de tanto ejercicio, aguantarían muchas décadas de trabajo sin darle molestias, como me había pasado a mí. Sólo era cuestión de que trabajara unos meses como mi asistente para ir aprendiendo los detalles del oficio, y luego podría seguir él solito con la tradición de Míster Carnes.

Esa noche dormí como un bebé. 

Al día siguiente fui a hablar con doña Sara. Resultó que Rafa también era vegano. Ese fue el día en que me comenzó la temblorina en el ojo izquierdo.

Thursday, February 16, 2023

Un pasito hacia adelante

Esta semana quiero arriesgarme un poco más. Quiero escribir con el corazón más que con la cabeza. Quiero desatarme, soltarme imaginando. Jugar con las palabras, con los personajes y sus problemas. Escribir con imágenes, con una cámara de video en lugar de un teclado. Crear situaciones imposibles, que saquen de onda al lector y lo inviten a continuar leyendo. 

Los ejercicios que he hecho hasta ahora me han servido para ir trabajando cuestiones básicas de un relato, pero reconozco que me han quedado un poco aburridos. Han alcanzado para tomar la forma y la estructura de un relato, con su planteamiento, su nudo y desenlace. Pero se han quedado cortos en cuanto a la historia. Han contado situaciones comunes y un poco aburridas. 

No quiere decir que no hayan tenido ningún valor esos textos. La verdad es que estoy muy orgulloso de los tres textos que he podido armar estas semanas en el curso. Siento cómo va cambiando también poco a poco mi manera de leer y mi manera de ver y escuchar. Sobre todo cuando estoy en la fase de búsqueda de ideas para mi relato de la semana. Esos días escucho con mucha atención y voy anotando ideas sueltas en mi aplicación de notas. 

Hoy trataré de generar unas ideas un poco más alocadas, aunque me arriesgue a que me quede un relato muy forzado o muy fingido. Qué importa, de eso se tratan estos ejercicios. 

El que no arriesga no aprende.

Tuesday, February 14, 2023

Fue la gente fea

—A ver Isidro, concéntrate. ¿Dónde fue la última vez que los viste?
—Creo que fue en el camastro, hermana, junto a la piscina grande. Estoy seguro de que los traía puestos cuando bajamos a nadar, pero ya fui a buscarlos ahí y no los encontré.
—¡Qué lástima! Y aquí en tu mochila tampoco están. Ya la vacié dos veces y no encontré ningunos lentes de sol. Ve a preguntarle al de seguridad del hotel. Quizás alguien los encontró y se los entregó.
—De seguro me los robaron. ¡Pinche gente ratera!

Isidro González estaba en un hotel en la playa vacacionando con su hermana y sus dos sobrinos. Eligieron el mismo hotel de siempre, con un paquete de todo incluído porque era más cómodo con los niños. A Isidro le costaba trabajo levantarse temprano, pero ese día puso su despertador a las seis de la mañana para ir a reservar los mejores camastros, echándoles una toalla encima. Había que darse prisa, porque la gente era muy abusiva. Sabían bien cuáles lugares daban la mejor sombra y los ocupaban muy rápido, como hormigas. A Isidro le gustaba quedarse junto a la piscina grande. Ahí había menos gente, y sobre todo, menos niños. Por eso el agua estaba más limpia en esa piscina.

El recepionista del hotel le preguntó al encargado de los objetos perdidos si alguien había encontrado unos lentes de sol negros de la marca Ray-Ban. Colgó el teléfono y le dio las malas noticias a Isidro, levantando los hombros y apretando los labios, como un gesto de empatía. Isidro decepcionado, le dio las gracias y se fue al restaurante para levantarse los ánimos desayunando. Unos buenos chilaquiles y un café le ayudarían a olvidar el asunto de sus lentes.

—El tío Isidro está triste porque ayer se le perdieron sus lentes de sol.
—No se me perdieron, Susy, me los robaron.
—A ver. ¿Y cómo sabes que te los robaron?
—Pues simplemente porque no estaban donde yo los dejé.
—Qué bueno que nos dices, hermano, para estar atentos. ¿Ya oyeron niños? Para que tengan cuidado hoy con sus cosas. Andan robando en el hotel.

Después del desayuno se fueron todos a sus lugares junto a la piscina grande. Isidro sacó su botellita de líquido desinfectante y roció su camastro con precisión. Había que cuidarse en las áreas públicas. La gente dejaba ahí siempre embarrados sus gérmenes y sus virus. Luego tendió su toalla con cuidado, se recostó, y tomó su libro. Iba a comenzar la mañana leyendo. En eso vio pasar a un hombre que le pareció haber visto antes. Lo reconoció por sus bermudas rojas con rayas blancas. El hombre había estado en el otro lado de la piscina el día anterior, y ese día traía unos lentes de sol negros muy parecidos a los suyos. Isidro lo siguió con la mirada, tratando de disimular un poco, hasta que el hombre de las bermudas rojas se detuvo frente a una silla y se dio la vuelta. En sus lentes de sol negros se alcanzaba a leer la inscripción “Ray-Ban”. Isidro sintió cómo se le aceleraba el pulso. Había resultado muy sencillo encontrar al robalentes. 

¡Qué descaro!, ¡qué estupidez!, robar unos lentes y usarlos al día siguiente en el mismo lugar. No poderse ni siquiera esperar un día para usar sus lentes robados, como un niño impaciente. Isidro se paró y se acercó despacio al agresor. Le costaba trabajo controlar sus emociones, pero él no era un buscapleitos. Era más bien una persona amable y conciliadora, a pesar de lo que pudiera sugerir su cuerpo musculoso. Pensó que no valía la pena confrontar al idiota ese, así que se detuvo frente a él, y sin decir ninguna palabra le quitó los lentes. Se le quedó viendo a los ojos unos segundos, y se regresó en silencio a su lugar. El hombre de las bermudas rojas no reaccionó. Se quedó quieto ahí en su silla, en estado de shock, mirando el piso en silencio. Después de unos minutos se levantó y se fue.

—Hay mucha gente fea en el hotel este año. Ya no es lo mismo que antes. Desde que bajaron los precios viene otro tipo de gente —dijo Isidro a su hermana, orgulloso de su hazaña, mientras desinfectaba sus lentes rescatados.
—Qué suerte que recuperaste tus lentes, hermano. Y el ratero ese, ni siquiera dijo nada. Su silencio lo delata.

Isidro y su familia pasaron dos días más en el hotel, disfrutando el sol y el mar caribe. Nadie volvió a tocar el tema de los lentes robados, y ya no vieron más al señor de las bermudas rojas con rayas blancas. Quizás se habría cambiado a otro hotel, el muy cobarde.

—Aquí están las llaves de nuestro cuarto. Todo estuvo muy bien, como siempre. ¡Muchas gracias!
—Gracias a usted señor González. Fue un placer atenderle. Esperamos verlo pronto por aquí. Por cierto, aquí hay algo para usted. Lo encontró un compañero nuestro mientras hacía la limpieza de la piscina. Al parecer estos lentes de sol son suyos. Estaban en el fondo de la piscina dos.

Isidro le dio las gracias al recepcionista y guardó esos nuevos lentes con cuidado en su mochila. 
¡Qué suerte! De seguro algún idiota perdió sus lentes de sol en la piscina. Ahora yo tengo dos.

Sunday, February 05, 2023

El Gato García le pegó al gordo

Yo llegué a conocer a Lalo García cuando éramos adolescentes. Antes de que se le metiera en la cabeza la idea de hacerse millonario a cualquier precio. Hasta sus padres tuvieron que pagar por ese afán desmedido de sobresalir, de que lo vieran las mujeres. Pobre de su familia, desesperada, cuando Lalo desapareció.

Los dos íbamos a la misma preparatoria en Torreón. Lalo era un adolescente muy callado, igual que yo. Por eso comenzamos a pasar tiempo juntos en los recreos: porque ninguno de los dos se sentía incómodo de estar así nada más, sin hablar. Luego empezamos a vernos también por las tardes, y a curiosear en algún centro comercial los fines de semana.

En la prepa le decían “El Gato”, creo que por sus ojos felinos y su aire despreocupado. Un día nos tocó formar un equipo para una exposición de Química Orgánica. La maestra nos puso en el mismo equipo a Lalo, a Rocío y a mí. Rocío era una chica muy agradable, no se tomaba muy en serio, a pesar de ser tan guapa. Lalo se puso pálido cuando escuchó que ella estaba en nuestro equipo, pues no estaba acostumbrado a tratar con hembras (como él mismo llamaba a las mujeres). En nuestra reunión de equipo, El Gato se quedó mudo, se limitó a estudiar atentamente los labios de Rocío, como si fuera también sordo y tuviera que leerle las palabras de la boca. Pobre Rocío, se le notaba que se sentía muy incómoda. Ella y yo hicimos una lluvia de ideas y se nos ocurrió hacer una canción sobre los ácidos nucleicos. Al final sacamos un cien limpio en esa exposición, gracias a Lalo, quien escribió la canción esa misma tarde en su casa, y hasta le compuso un acompañamiento con guitarra.
 
Lalo había aprendido a tocar la guitarra por su cuenta, al menos eso decía, y era relativamente bueno. Eso era lo que me gustaba de él: era un estuche de monerías el canijo. Sabía muchas cosas que había aprendido él solo, leyendo manuales y tutoriales en internet. Era un ávido lector de libros electrónicos, obviamente piratas. El Gato te podía sacar lo que quisieras de internet, gratis. Obviamente hizo negocio con su piratería digital. Era muy bueno para la programación, que aprendió desde niño, gracias a su papá, que era ingeniero en sistemas.

Una tarde, sentados en una banca en el parque de su colonia, me confesó lo mucho que le gustaba Rocío desde que estaban en la primaria. Yo ni siquiera sabía que llevaban tanto tiempo de conocerse. A partir de esa tarde me convertí en su confidente. Me contó de su tío Rodo: un gordito simpático que vivía como rey porque logró estafar al sistema público de pensiones. Platicamos muchas tardes sobre su problema de timidez con las mujeres. Los dos nos sentíamos cómodos contándonos cosas.

En el último año de la preparatoria ya no nos vimos tanto, aunque seguíamos todavía en contacto de vez en cuando. Él se metió a la especialidad de matemáticas, y yo a la de psicología. En esa época me contó de su idea millonaria: había encontrado una manera de ganar la lotería, obviamente usando algún artilugio informático. Al principio no le creí, pero luego comencé a sospechar que fuera verdad, porque se pasaba las tardes encerrado en su casa, en frente de la computadora. Decía que lo único que le faltaba era una manera de sacar el dinero sin dejar rastro, sin que lo pudieran ligar a su persona. Yo no le di mucha importancia a eso de la lotería. Pensé que era una más de sus ideas locas. Lo escuché, como siempre, pero estaba, la verdad, más preocupado con mi examen de admisión a la universidad. Me fui a estudiar a Monterrey y El Gato y yo fuimos perdiendo el contacto con el tiempo.

Luego ya no supe nada de él por unos años, hasta que un día vi en las redes sociales una publicación, de que su familia lo estaba buscando. Eduardo García llevaba varias semanas desaparecido.

Las cosas estaban calientes en los estados del norte en aquella época. Eran frecuentes las balaceras entre bandas criminales, y estaban secuestrando mucho. Así que esa fue la teoría de la policía: un secuestro común y corriente. Pero hasta donde yo supe, a la familia de Lalo nunca la contactaron para pedir algún rescate.
 
Para mí lo curioso es que El Gato desapareció en la misma semana en la que un afortunado le atinó a los seis números de la lotería nacional. Obviamente, en esas cosas nunca se revelan las identidades de los ganadores, para protegerlos.

A mi esposa Rocío le llegan unas flores carísimas cada año por su cumpleaños. La tarjeta la firma un tal “admirador silencioso”. A mí no me dan celos ni nada. Yo estoy feliz de que a mi amigo Lalo no se lo hayan llevado los malandros. Ese canijo de verdad le pegó al gordo.

Tuesday, January 31, 2023

Salsa verde

Desde que tomamos el taxi al aeropuerto, yo no dejaba de pensar en todo lo que íbamos a comer en México. Me costaba trabajo recordar la última vez que había probado unos buenos tacos de carnitas o unos chilaquiles con frijoles refritos. Hacía ya un poco más de dos años que no visitábamos a nuestra familia en Querétaro. Ya era justo y necesario ir a ver a la abuela. Además, ellos todavía no conocían a nuestra hijita, que acababa de cumplir cinco meses de nacida.

—Que qué quieres que te haga de comer para cuando lleguen, dice tu abuela.
—Dile que muchas gracias, mamá, pídele que me haga mis verdolagas en salsa verde, por favor.

La cocina de la casa de la abuela no era muy grande, pero alcanzaba para sentar a unas siete personas en su mesa redonda. Era el centro de gravedad de la familia Torres. En ella convivían a diario cuatro generaciones entre pláticas, risas, humo de cigarro, y todo un popurrí de aromas. Cada que íbamos de visita se armaba en esa casa una verdadera kermés: había un desfile de platillos mexicanos, escogidos de entre una lista casi interminable. Enchiladas queretanas, mole verde, mole de olla, pastel azteca, cuete de res… La abuela siempre se levantaba muy temprano y comenzaba el día en su cocina, amasando las tortillas, preparando la carne y picando verduras.

—A mí nunca me ha gustado cocinar mijo, yo lo hago nada más porque, si no, luego me aburro ¿sabes? A mí me choca repetir comidas. Si por mí fuera, yo me comería un guisado diferente cada día del año. —decía la abuela cuando le chuleábamos su comida.

Al entrar a la casa me llegó ese olor inconfundible del maíz calentado al fuego. La abuela estaba de seguro en la cocina, esperándonos con unas tortillas calientitas. Sobre la estufa nos esperaba también una cacerola grande de verdolagas con carne de cerdo. Mi comida favorita. Yo me estaba muriendo de hambre después de ese viaje tan largo desde Hamburgo. Pero no me pude sentar enseguida a comer. Primero tenía que bajar las maletas del carro y acomodar todo en nuestra habitación. Escuché unas voces provenientes de la cocina. Eran ya pasadas las siete de la tarde, los demás quizás ya habrían comenzado a cenar. Yo todavía tenía que cambiarle el pañal a la bebé, y ver en dónde podía acostarla para que se estuviera tranquila un rato. 

Cuando al fin terminé con mis deberes, me entró una llamada al móvil. Algo me decía que ese día no iba a poder comer tranquilo. Era un vendedor de la compañía telefónica, tratando de convencerme de activar un plan nuevo y muy exclusivo. Lo despaché rápido, aunque con amabilidad y respeto, como suelo hacerlo siempre. 

Al fin logré entrar a la cocina. La mesa estaba llena, pero mi tío ya había terminado de comer, y se levantó de prisa para cederme su lugar. Las manos de las tías se movilizaron para servirme mis verdolagas, unas tortillas de maíz y un pedazo de queso ranchero. Alguien destapó una cerveza, y unas manos acomedidas me la pasaron de inmediato. Alcancé a darle un trago antes de que el llanto de mi hija me distrajera de nuevo. Respiré hondo. Me levanté a ver qué pasaba con la niña e intenté consolarla, con mis recién adquiridas técnicas de padre primerizo, cargándola y llevándola a pasear por el jardín.

—¡Ándale, Beto, ya vente a cenar! —dijo la abuela, quien había salido a buscarme al jardín— y dame a la bebé, yo la puedo cargar un ratito mientras tú terminas de comer.

Ya con las manos libres de nuevo volví a mi lugar en la mesa. Le di unos tragos a la cerveza tibia mientras esperaba mi plato, que estaba siendo recalentado en el microondas. En eso sonó el timbre de la puerta. Era el repartidor de agua. «¿A estas horas?», pensé. Una tía me pidió por favor que fuera a abrir porque había que cargar unos garrafones, que eran muy pesados. Las verdolagas y yo seguíamos separados, y mi paciencia ya se estaba agotando. 

Un poco irritado, saqué mi plato del microondas, tomé mis cubiertos, y salí de la cocina con el plato en la mano, sin saber realmente a dónde me dirigía. Lo primero que se me ocurrió fue meterme al baño azul que estaba frente a las escaleras. Cerré la puerta con llave para que no me molestaran, y me senté sobre la tapa del retrete. Respiré hondo. Ahora sí, con el plato frente a mí, sobre los muslos, y al fin en silencio, pude probar mi cena. En paz. 

Esa salsa verde de tomatillo con chile serrano sabía justo a como yo la recordaba. A las interminables tardes de juego con mis primos en esa misma casa. A las carcajadas burlonas de mi prima. A nuestro asombro infantil ante los trucos de magia del abuelo. Al enojo de mi tía cuando sin querer rompimos la mesita de vidrio de su sala. A la paciencia agotada de mi madre, saliendo de la cocina irritada, con su desayuno en la mano, entrando en el baño azul, frente a las escaleras…

Wednesday, January 25, 2023

Miradas

No me mires así, diablillo,
no me lances la carnada,
que estoy ocupado viviendo.

Saturday, January 21, 2023

Pasa el tren cantando

Hoy no quiero más pensar en desazón. Partir. Mece el hambre sin iluminar la noche de la novia fresca. Al alba te felicito sin dar un solo paso, solo el acelerado viento de las nubes que me aprisionan todos los días. Hay palabras, roedores de mi maleta. Parte la rosca del suicidio el grillo de la noche. Qué venado tan prevenido, sacando cántaros de noche sin lluvia. Viento negro, fluvial. 

Observo enervado el vaivén de otro baile sin ritmo. Suave sensación de tu camisa pegada al ras de la curva de tu espacio. Champaña sin salir, amante del político de luto. Esta tarde está cantando la rana fresa del antojo goloso. Castillo sin mar de gotas. Qué surreal la vista, cómo así se encadenan los abismos de otra vida navegante. 

Figueroa no es timbal, es perro escaldado que conecta al veneno de tu lado incorrecto, irresoluto. Y sube el ritmo de la noche fresca que me mueve por la arena de tu estrella navegante. Navegando. Se repite la salida del trapecio. Precipicio que me suena por la noche de la lluvia sin sol ni sentido, de nada triste. Trigo. Llueve fuerte, suave, rápido. 

No te pares ni te detengas ni lo pienses mucho, porque vienen las ardillas y te comen la cabeza y te queman los pulgares si te quedas quieto, sin pensar y sin hacer. Sin toalla seca del terreno de tu nube y de tu amor y de tu vista sin revista que te pasa por aquí y por allá para pensar, para sacar lo que yace llano, suave, fuerte, rápido, sin dientes, inminente. 

Nunca tengo la caricia hervida en la montaña de tu sien. Qué importa, qué importa ya si tú lo sabes. No le importa nada al gallo de las tres de la mañana, yo le digo con la copa al aire que me detesta si le grito “semáforo, semáforo”. 

Sin salida al aire luego, lentamente, me despierto y vuelvo a boca abajo. Se congelan las pléyades, se truenan las hamacas, los amarres ancestrales de la envidia que me abarca. Todo tuyo lentamente se termina el embrujo. 

Sin avisar pasa el tren, viene sin saliva, cantando al hilo, sobrando, siendo simplemente el tren que un día se exprimió en la premura de un primor apasionado y se fue.

Ejercicio de escritura automática

Friday, January 20, 2023

Tropiezos de la vida

No es que no haya amado nunca de verdad a Juana. Es que no nos alcanzó para más. Lo nuestro fue algo intenso desde el principio, desde que un día sin querer me tropecé con sus caderas, y con la música del vaivén de sus chamorros. 

El ritmo de su sonrisa se me atoró en los oídos y la frescura de sus piernas acampó en mi mente. Sabía que ese calor de primavera no podía ser para siempre, sabía que el tiempo y la rutina terminarían por enfriar las cosas. Esperé que lo nuestro alcanzara para una vida entera, así que construí mi hogar en su regazo.

Hoy, después de quince años a su lado, firmé al fin los papeles del divorcio. Hace tres años sin querer, me tropecé con Mónica y sus ojos verdes, hechizeros...

Thursday, January 19, 2023

Lamento inútil

Anoche soñé que habías muerto,
y no supe qué decir.
Tu cara estaba ya olvidada,
enterrada en un jardín lejano.

Soñé la tragedia de tu esposa viuda,
y pude decir algo por ella. 
Pobre mujer decepcionada. 
Abandonada.

Quise recordar quién eras,
pero no pude.
Tu voz también se fue con tu cadáver,
al estómago de los gusanos,
en que te convertiste.

Friday, January 13, 2023

Viajar con bebé

¿Que cómo pretendo sobrevivir a este viaje largo con mi bebé de cuatro meses? Bueno, pues deja te platico. He pensado mucho en eso últimamente. Primero que nada, voy a recordar que es simplemente un viaje. Miles de personas hacen algo similar cada día, todos los días. Y sobreviven. 

El viaje comienza con ir al aeropuerto y documentar las maletas, luego pasar por seguridad y esperar a subir al avión para el primer vuelo. Hasta ahí creo que será algo relativamente fácil. Lo que me preocupa un poco es el vuelo largo. Once horas de Ámsterdam a México. ¡Ay, nanita! 

El peor escenario es que la bebé se la pase llorando las once horas. Lo cual es muy improbable, porque nuestra niña es muy tranquila y en algún momento se va a cansar y va a querer dormir. Lo más probable es que duerma unas siestas de una o dos horas, y se despierte y llore de vez en cuando. Para eso me voy a poner una armadura invisible, de mantequilla. Un diseño especial para que me resbalen los comentarios de los otros pasajeros, o sus miradas reprobatorias. 

No soy muy bueno en eso del "valemadrismo", siento una necesidad inútil de caerles bien a todas las personas, aunque no me conozcan. Aunque sepa que nunca más las voy a volver a ver. Pero en estas once horas, no me va a importar nada ni nadie. 
– Con su permiso gente, este es mi espacio del avión, yo lo pagué con mi lana y voy a hacer lo que yo quiera aquí. Y por cierto, mi bebé va a llorar de vez en cuando. Así que, con la pena. Es un bebé. Y eso es lo que hacen los bebés.

La clave, creo yo, es evitar a toda costa el contacto visual una vez que me haya comenzado a sentir incómodo. Y recordarme que son sólo once horas, que esa tortura va a acabar en algún momento. Al final del viaje nos esperan unos buenos tacos, días soleados, pláticas ricas, muchas risas, juegos y muy buenos ratos con nuestra familia bonita. Sí que vale la pena viajar.

Wednesday, January 11, 2023

Motivación

Hoy me desperté y la cocina estaba ordenada y limpia. La sala, también impecable. Me senté en la mesa y la computadora estaba ya ahí, esperándome. La encendí y comencé a escribir esta historia. Pero no pude hallar las primeras palabras. Esas las encuentro normalmente en la cocina, mientras vacío la lavavajillas, o entre los cojines del sofá, mientras recojo la sala. 

No tan rápido. No te dejes seducir por esas voces de sirena, que te pueden hundir. Tú quédate aquí quietecito, con los pies en la tierra. Recuerda que eres un principiante, con mucha motivación y potencial. Pero principiante. Tienes muchas cosas que contar, eso sí. Que no te desanimen los textos de los grandes, de quienes dedicaron su juventud a la literatura y llevan ya años escribiendo. Admíralos sin desanimarte. 

El cerebro es un órgano muy complejo y capaz. El tuyo también, pero necesitas ejercitarlo. Practicar y practicar. Todos los días. Con confianza, sin timidez. Cada texto que publicas en tu blog, es un texto que no existía antes. Puede que sean algo desabridos y un poco aburridos. Pero son tus textos. Salieron de la nada. Existen y están ahí como testimonio de que estás escribiendo, y como consecuencia inevitable, estás aprendiendo. Vas avanzando. Poquito a poquito. No te desesperes. Recuerda la lucha que fue necesaria para que salieran los primeros micro relatos, hace apenas un mes y medio. Yo creo en ti. No necesitas más.

Tuesday, January 10, 2023

Instrucciones para volver a comenzar

Piensa en todas las cosas que te causan dolor y vergüenza. Las que no te atreves a decir en voz alta, ni siquiera para ti solito. Eso que nunca le vas a contar a nadie en el mundo. Lo que te causa culpa, asco de ti, repulsión. Escríbelo en un papel con letra bien chiquita, dobla el papel por la mitad al menos unas cuatro veces, ponlo dentro de una bolsa de plástico, ciérrala bien y tírala a la basura. Cierra los ojos y respira hondo. 

Recupera el papel de la basura, guárdalo en un lugar seguro, búscate un buen terapeuta, y cuéntale lo que escribiste. 

Libérate.

Monday, January 09, 2023

Amigos

A veces pienso que no tengo ningún amigo "de verdad". De esos que las series y películas muestran de manera tan romántica. Los que llegan de visita sin avisar y abren el refrigerador sin preguntar. Los que te conocen mejor que nadie y han estado ahí desde siempre. 

Hay quienes hacen sus amigos en la infancia y los mantienen por el resto de sus vidas. Los envidio. Yo he ido perdiendo el contacto con muchos de mis amigos a través de los años. Pero también he hecho nuevas amistades, cada una de ellas diferente y única.

Me encantan las tradiciones que tengo con mis amigos. Una reunión navideña, un intercambio de regalos, una retrospectiva del año que termina. Celebrar nuestros cumpleaños en el boliche. Enviarnos tarjetas cursis de gatos. Tener tradiciones me hace sentir parte de algo especial, de un grupo exclusivo. 

Las tradiciones además le dan un ritmo a nuestra convivencia. Nos dan una buena excusa para volvernos a ver. Todos estamos muy ocupados con nuestras vidas y nuestros trabajos, y un elemento de repetición asegura que nos demos tiempo para reunirnos con amigos.

Mantener amistades de larga distancia es un arte en el que no soy muy bueno. Mi esposa, por el contrario, es una buenaza. Todo el tiempo está recibiendo paquetes y tarjetas postales y le brillan los ojos cada vez que descubre que hay algo para ella en el buzón. Me alegro por ella, pero en mi interior me carcome la envidia. ¡Yo también quiero amigos que me manden cosas por correo!

No sé por qué, pero a pesar de que deseo con todo mi corazón estar en contacto con mis amigos y cuidar esa relación y profundizar en mis relaciones, no logro mantener un contacto por medio de las redes sociales. Siento que la comunicación se ha hecho cada vez más superficial. 

Yo era una de esas personas que escribían correos largos de vez en cuando a mis amigos. De vez en cuando busco esos correos y los leo. Me sorprende lo largos que son, la cantidad de temas que comparto en un solo correo y la profundidad de la comunicación. Me tomé tiempo para escribir esos textos, y mis amigos hicieron lo mismo, algunas veces me contaron lo que pensaban, o como se sentían y me preguntaban muy concretamente acerca de mi vida. Conservo esos correos como un tesoro, como una muestra de que tuve amistades de esas que todos realmente anhelamos. Quizás un día de estos voy a imprimir esos correos o los voy a editar en un pequeño libro sólo para mí, para recordarme de vez en cuando cómo escribíamos antes. 

He aprendido mucho sobre la amistad últimamente. He aprendido que hay amistades que hay que dejar ir, porque la gente cambia. Que nunca es tarde para retomar el contacto con algún viejo amigo. A nadie le molesta recibir un buen mensaje de alguien a quien se le tiene cariño. Que hay que dejar atrás la culpa por no haber mantenido el contacto durante un largo tiempo. Simplemente hay que desatarse y escribir.

Saturday, January 07, 2023

El regalo

La verdad es que nunca me imagine que Raquelita fuera capaz de tratarme así. A mí, su hermano favorito. Después de todo lo que hemos vivido juntos. Sobre todo después de lo mucho que la apoyé cuando lo de Rodrigo, su exesposo. Además fui yo el que le regaló ese mentado billete de lotería en su cumpleaños. Yo seleccioné esos números. Eran mis malditos números.

Ni siquiera fue para contarle a la familia, la muy tacaña. Le dio miedo que le fuéramos a pedir prestado si nos enterábamos. Creyó que nunca nos íbamos a dar cuenta. ¿Cómo no lo íbamos a notar, por dios!, si un día, de repente, renunció a su trabajo en el colegio, sin dar explicaciones, ni nada. Pobres de sus alumnos. Vieron desfilar maestros suplentes por meses.

Luego estaban los viajes a lugares exóticos, el auto del año y la casa nueva. Ni siquiera le intentó disimular un poquito. Era más que obvio. Según ella, que era un dinerito que le había sacado a Rodrigo cuando se divorciaron. ¿Se refería al mismo Rodrigo, su ex? ¿Ese mesero malencarado y ludópata? No. Esa mentira tampoco se la compró nadie.

Yo tenía la costumbre de regalar billetes de lotería a mis familiares. Algo me decía que, un buen día, uno de esos billetes iba a traer premio, y uno grande, de esos que alcanzan para todos. Para sacarnos al fin de nuestra mediocre existencia. Estaba seguro de que, fuera quien fuera la afortunada, me compraría una casa o un carro, en agradecimiento. Era lo mínimo que podía hacer por tan generoso regalo.

Raquel a mí no me dio nada. Ni si quiera las gracias.